viernes, 19 de diciembre de 2025

 Donde el viento se atreve a pronunciar tu nombre
y lo repite, lento,
como si lo saboreara en las alturas,
ahí llegamos.
La brisa se vuelve tibia,
casi humana,
y nos desviste sin manos,
con paciencia antigua.
Danzamos suspendidos,
gaviotas en espiral sobre el deseo,
rozándonos apenas
para incendiarlo todo.
El cielo cae y se hace sábana,
nos cubre, nos encierra,
nos invita.
La mesa, el piso, la funda,
todo conspira
para que el mundo se reduzca
al espacio exacto entre tu piel y la mía.
Nos confundimos.
Primero los nombres,
luego las formas,
después el aliento.
Tu respiración entra en mí
como una marea lenta,
mi cuerpo aprende su ritmo
y responde sin preguntas.
Ya no sé dónde termino
ni dónde comienzas,
solo sé que algo late
con una sola cadencia.
El sol se apaga a medias,
la semioscuridad nos vuelve audaces,
las nubes observan sin juicio
y las estrellas cómplices
marcan el compás
del corazón desbocado.
No hace falta mirarnos.
Sabemos.
El cuerpo entiende lo que la boca calla,
las manos dicen lo que el lenguaje no alcanza,
y en ese saber antiguo
nos abrimos, nos entregamos,
nos habitamos.
Es otro mundo,
otro lugar sin relojes,
otro instante donde el deseo
no pide permiso.
Y cuando todo se aquieta,
cuando el pulso vuelve a ser humano
y la noche nos devuelve los límites,
regresamos.
Pero algo queda.
Una huella tibia en la memoria,
un temblor secreto en la piel,
la certeza de haber sido
aunque sea por un instante
profundamente uno.


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