martes, 6 de mayo de 2025

 En una curva solitaria del arroyo,
donde el sauce se inclina a escuchar las penas,
vive una mujer de ojos como el fondo del río,
profundos, calmos, y cargados de espera.
Todos en la isla la conocen por su modo:
siempre peinada, con el mate a un lado,
sentada en el muelle de maderas viejas,
mirando las lanchas, una por una,
como si en alguna viniera el milagro.
Una tarde, muchos años atrás tantos que ya
nadie recuerda el día exacto
llegó él en una lancha de paso,
con olor a madera nueva y voz de puerto.
No traía anillos, ni promesas compradas.
Solo un gesto, una flor de camalote,
y esas palabras que se clavan sin quererlo.
Volveré. Te lo juro. Lo nuestro no es de paso.
Ella creyó. Porque el Delta, cuando se enamora,
no entiende de distancias ni de capitales.
Y el amor en el agua tiene un peso distinto,
como si flotara y se hundiera al mismo tiempo.
Desde entonces, cada amanecer es un ritual,
pone el agua, se sienta, y mira.
La lancha almacenera, la de los obreros,
la que trae turistas y pan y diarios.
Ninguna es la suya. Ninguna tiene su silueta.
A veces se permite pensar que fue mentira.
O que algo más fuerte lo retuvo lejos.
Pero en lo hondo, en el pliegue más secreto de su pecho,
sabe o quiere saber que aún navega hacia ella.
Los chicos del lugar le preguntan si espera a alguien.
Ella sonríe, como quien no quiere abrir la herida,
y les regala un cuento, un libro, un caramelo.
Pero el río la sabe, el río no miente.
Y cada tanto, cuando el viento sopla del este
y la neblina se recuesta sobre el canal,
alguien jura haber visto una lancha sin nombre
deslizarse despacio, sin dejar estela,
como si buscara una casa con muelle,
y una mujer con los ojos llenos de promesas.


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