Allí donde el río hace un gesto sereno
y el sol se despereza entre sauces y cielo, estaba la casa El Pájaro Loco, de nombre risueño,
pero de alma profunda, y de abrigo sincero.
No era palacio ni isla privada,
pero tenía lo justo:
un muelle, una sombra,
y tardes enteras con olor a asado y vino tinto.
Las tablas crujían como viejas canciones
que sabían de risas, de anécdotas,
y alguna que otra pena que el río sabía guardar.
Las cañas apoyadas en la baranda,
el mate que iba y venía sin apuro,
y esas charlas que empezaban sin rumbo
y terminaban abriendo puertas del alma.
Y siempre estaba ella, puntual, querida:
la lancha Enlace,
con su motor Ford de voz pareja,
noble, impecable en su andar sin apuro.
Nos traía como un puente de agua,
nos devolvía al mundo cuando el domingo dolía.
Era más que transporte:
era rito, era abrazo.
Los amigos eran parte de la casa:
los que llegaban con pan y silencio,
los que traían historias repetidas
pero que igual hacían reír,
porque en El Pájaro Loco
todo sonaba distinto.
La noche caía con perfume a brasas,
y en el cielo, una o dos estrellas bastaban
para imaginar que el mundo era eso:
una isla, un río calmo,
y el corazón latiendo al compás del agua.
Hoy no sé si sigue allí,
o si el tiempo se llevó las maderas,
pero a veces cierro los ojos
y la veo intacta,
con su escalera de río,
sus mosquitos tercos,
y esa paz que solo el Delta,
y ciertos veranos, saben dar.
El Pájaro Loco no era una casa.
Era una infancia distinta,
una manera de estar en la vida,
con los pies colgando del muelle,
el alma esperando la mordida,
y la Enlace esperando en la orilla,
lista para el regreso… o la próxima aventura.
y el sol se despereza entre sauces y cielo, estaba la casa El Pájaro Loco, de nombre risueño,
pero de alma profunda, y de abrigo sincero.
No era palacio ni isla privada,
pero tenía lo justo:
un muelle, una sombra,
y tardes enteras con olor a asado y vino tinto.
Las tablas crujían como viejas canciones
que sabían de risas, de anécdotas,
y alguna que otra pena que el río sabía guardar.
Las cañas apoyadas en la baranda,
el mate que iba y venía sin apuro,
y esas charlas que empezaban sin rumbo
y terminaban abriendo puertas del alma.
Y siempre estaba ella, puntual, querida:
la lancha Enlace,
con su motor Ford de voz pareja,
noble, impecable en su andar sin apuro.
Nos traía como un puente de agua,
nos devolvía al mundo cuando el domingo dolía.
Era más que transporte:
era rito, era abrazo.
Los amigos eran parte de la casa:
los que llegaban con pan y silencio,
los que traían historias repetidas
pero que igual hacían reír,
porque en El Pájaro Loco
todo sonaba distinto.
La noche caía con perfume a brasas,
y en el cielo, una o dos estrellas bastaban
para imaginar que el mundo era eso:
una isla, un río calmo,
y el corazón latiendo al compás del agua.
Hoy no sé si sigue allí,
o si el tiempo se llevó las maderas,
pero a veces cierro los ojos
y la veo intacta,
con su escalera de río,
sus mosquitos tercos,
y esa paz que solo el Delta,
y ciertos veranos, saben dar.
El Pájaro Loco no era una casa.
Era una infancia distinta,
una manera de estar en la vida,
con los pies colgando del muelle,
el alma esperando la mordida,
y la Enlace esperando en la orilla,
lista para el regreso… o la próxima aventura.
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