Fue una tarde de otoño, hace un año,
cuando los álamos ya empezaban a dorarse
y el río Luján bajaba tranquilo, como si cuidara cada reflejo,
cuando la vimos, una aparición, un suspiro de otro tiempo
entre tanta vegetación rebelde y cielo encendido.
Nuestra lancha avanzaba lentamente
y ella, con su mirada de domingo eterno,
descubrió primero el destello en las aguas
y un ventanal redondo,
como un ojo soñador espiando el mundo.
Allí dijo, pará ...
y mi mano buscó la suya como un acto reflejo del alma.
La Casa Masllorens se alzó ante nosotros,
no como una simple construcción,
sino como un milagro incrustado en la tierra húmeda del Delta,
una flor de piedra y vidrio que brotó entre sauces y ceibales,
con esa arquitectura que parecía flotar
entre los delirios de Gaudí y el susurro de los juncos.
Nos acercamos por una vereda apenas dibujada
mientras los pájaros parecían entonar una canción desconocida,
de esas que uno solo escucha cuando está enamorado.
El ventanal semicircular nos devolvía el reflejo
como si la casa también estuviera viéndonos.
Sus columnas danzaban al ritmo del aire,
y el jaulón al costado, oxidado y noble,
parecía guardar el aliento de mil historias encerradas.
Ella se detuvo en seco,
y sin decir palabra, apoyó su cabeza en mi hombro.
Entonces supe que aquella casa,
con sus formas imposibles y su alma barroca,
se nos había metido dentro,
como un tercer latido entre nosotros dos.
Qué será vivir aquí, murmuró.
Y no supe si hablaba de paredes o de amores,
si se refería al adobe o a mis abrazos,
pero le respondí con un beso leve,
como se responde a las preguntas que uno quiere que duren.
Nos sentamos bajo un sauce llorón,
los pies colgando sobre el agua quieta,
compartiendo un mate y los silencios dulces
de quienes ya no necesitan decirlo todo.
Ella señalaba detalles,
una baranda tallada, una reja curva,
un azulejo escondido que parecía guiñarle un ojo.
Yo solo la miraba a ella,
pensando que ninguna casa del mundo
podría competir con su manera de habitarme.
La Casa Masllorens nos envolvía.
Se hacía testigo de un amor sencillo y hondo,
hecho de miradas compartidas,
de caminos de tierra,
de promesas que no hacen ruido pero echan raíz.
Y cuando el sol bajó, dorando el río como un cuento,
nos prometimos volver a la casa.
Y al instante en que el mundo se detuvo un rato,
y dos almas encontraron cobijo
en una joya modernista
y un rincón del Delta donde el amor también sabe de arquitectura.
cuando los álamos ya empezaban a dorarse
y el río Luján bajaba tranquilo, como si cuidara cada reflejo,
cuando la vimos, una aparición, un suspiro de otro tiempo
entre tanta vegetación rebelde y cielo encendido.
Nuestra lancha avanzaba lentamente
y ella, con su mirada de domingo eterno,
descubrió primero el destello en las aguas
y un ventanal redondo,
como un ojo soñador espiando el mundo.
Allí dijo, pará ...
y mi mano buscó la suya como un acto reflejo del alma.
La Casa Masllorens se alzó ante nosotros,
no como una simple construcción,
sino como un milagro incrustado en la tierra húmeda del Delta,
una flor de piedra y vidrio que brotó entre sauces y ceibales,
con esa arquitectura que parecía flotar
entre los delirios de Gaudí y el susurro de los juncos.
Nos acercamos por una vereda apenas dibujada
mientras los pájaros parecían entonar una canción desconocida,
de esas que uno solo escucha cuando está enamorado.
El ventanal semicircular nos devolvía el reflejo
como si la casa también estuviera viéndonos.
Sus columnas danzaban al ritmo del aire,
y el jaulón al costado, oxidado y noble,
parecía guardar el aliento de mil historias encerradas.
Ella se detuvo en seco,
y sin decir palabra, apoyó su cabeza en mi hombro.
Entonces supe que aquella casa,
con sus formas imposibles y su alma barroca,
se nos había metido dentro,
como un tercer latido entre nosotros dos.
Qué será vivir aquí, murmuró.
Y no supe si hablaba de paredes o de amores,
si se refería al adobe o a mis abrazos,
pero le respondí con un beso leve,
como se responde a las preguntas que uno quiere que duren.
Nos sentamos bajo un sauce llorón,
los pies colgando sobre el agua quieta,
compartiendo un mate y los silencios dulces
de quienes ya no necesitan decirlo todo.
Ella señalaba detalles,
una baranda tallada, una reja curva,
un azulejo escondido que parecía guiñarle un ojo.
Yo solo la miraba a ella,
pensando que ninguna casa del mundo
podría competir con su manera de habitarme.
La Casa Masllorens nos envolvía.
Se hacía testigo de un amor sencillo y hondo,
hecho de miradas compartidas,
de caminos de tierra,
de promesas que no hacen ruido pero echan raíz.
Y cuando el sol bajó, dorando el río como un cuento,
nos prometimos volver a la casa.
Y al instante en que el mundo se detuvo un rato,
y dos almas encontraron cobijo
en una joya modernista
y un rincón del Delta donde el amor también sabe de arquitectura.
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