Entre juncos y crecidas,
donde el río es una respiración antigua
que va y viene como los sueños de la historia,
camina el alma del Delta,
vestía de colores que no tienen nombre,
pintada por atardeceres que parecen doler de tan bellos.
Allí, donde la paz es tan honda
que duele intentar describirla con palabras,
el agua canta una canción que nadie compuso,
pero todos lo han sentido.
Fue en ese rincón escondido,
bajo la sombra susurrante de un ceibal,
donde Leopoldo Lugones eligió callar para siempre.
El Tropezón, se llamaba el lugar,
como si el destino, irónico y crudo,
le hubiera dejado una señal última
en esa pensión de silencios viejos y madera húmeda.
Cianuro con whisky,
como si la poesía también supiera de venenos lentos.
Y antes, un viaje al Tigre,
como si buscara en las islas un reflejo,
una respuesta, un abrazo final del mundo.
Aquel febrero de 1938
quedó flotando en las aguas,
como un camalote oscuro que no quiere hundirse,
como una despedida que se aferra a los sauces,
al murmullo del Carapachay,
al último fulgor de un ventanal mojado.
Y, sin embargo, el Delta siguió.
Con sus colores increíbles,
con los aromas del barro nuevo y las flores silvestres,
con las miradas de los amantes en sus muelles,
con los pescadores que madrugan
y los perros que nadan por costumbre.
Pero el río no detiene su curso
por ninguna pena, pero tampoco olvida.
Así, cuando pasé cerca de El Tropezón,
siento que algo tiembla en el aire,
una palabra que nunca se dijo,
una poesía que quedó a medio escribir,
una sombra que aún descansa bajo un jacarandá.
Y me detengo.
Miro las aguas, los juncos, la vida.
Y entiendo que el Delta, con su paz y su misterio,
no solo abraza a los vivos.
También guarda con ternura
a quienes decidieron naufragar en su abrazo.
donde el río es una respiración antigua
que va y viene como los sueños de la historia,
camina el alma del Delta,
vestía de colores que no tienen nombre,
pintada por atardeceres que parecen doler de tan bellos.
Allí, donde la paz es tan honda
que duele intentar describirla con palabras,
el agua canta una canción que nadie compuso,
pero todos lo han sentido.
Fue en ese rincón escondido,
bajo la sombra susurrante de un ceibal,
donde Leopoldo Lugones eligió callar para siempre.
El Tropezón, se llamaba el lugar,
como si el destino, irónico y crudo,
le hubiera dejado una señal última
en esa pensión de silencios viejos y madera húmeda.
Cianuro con whisky,
como si la poesía también supiera de venenos lentos.
Y antes, un viaje al Tigre,
como si buscara en las islas un reflejo,
una respuesta, un abrazo final del mundo.
Aquel febrero de 1938
quedó flotando en las aguas,
como un camalote oscuro que no quiere hundirse,
como una despedida que se aferra a los sauces,
al murmullo del Carapachay,
al último fulgor de un ventanal mojado.
Y, sin embargo, el Delta siguió.
Con sus colores increíbles,
con los aromas del barro nuevo y las flores silvestres,
con las miradas de los amantes en sus muelles,
con los pescadores que madrugan
y los perros que nadan por costumbre.
Pero el río no detiene su curso
por ninguna pena, pero tampoco olvida.
Así, cuando pasé cerca de El Tropezón,
siento que algo tiembla en el aire,
una palabra que nunca se dijo,
una poesía que quedó a medio escribir,
una sombra que aún descansa bajo un jacarandá.
Y me detengo.
Miro las aguas, los juncos, la vida.
Y entiendo que el Delta, con su paz y su misterio,
no solo abraza a los vivos.
También guarda con ternura
a quienes decidieron naufragar en su abrazo.
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