martes, 17 de octubre de 2023

SOLA.

Aquel día, el silencio se apoderó de ella. El largo cabello negro ya no se dejaba acariciar por el agua   que, durante años, había nutrido hojas en blanco con poesías de mil colores. Su sonrisa, antes radiante,  se escondía tras los muros de un barrio cerrado, en las cercanías del puente número siete de la autopista.

Ahora, después de ducharse, envolvía su cabello en la toalla, solitaria y vencida. Deambulaba por la casa con una taza de café en mano, intentando que el peso de su vida no se hiciera más abrumador.

En su mente, solo danzaban ideas sobre salvación, cargadas de connotaciones religiosas y entremezcladas con una visión política extremista. A menudo, ella encontraba consuelo en lo oficial, sin cuestionar el porqué. Caminaba descalza sobre suelos de nubes, buscando una libertad que ella misma había encerrado bajo llave, día tras día, atrapada en un enredo mental que le resultaba insondable.

La falta de palabras y la sequedad emocional la tenían atrapada, sola y angustiada. Buscaba desesperadamente respuestas en los rincones de su mundo, donde sabía que la vida la esperaba. Pero el miedo y la comodidad prevalecían sobre el deseo de encontrar su verdadera libertad. La cama, fría como sus sábanas, se convertía en su refugio, escondiéndola de la realidad.

A poca distancia, bajo la sombra de los árboles en la playa, él miraba el mar, desdibujando su figura mientras caminaba por la hermosa orilla. El sol acariciaba la arena, y el cielo trazaba su nombre en las nubes blancas, como si esperara su regreso a la vida, segundo a segundo.

A lo lejos, una gaviota se posaba en la orilla, y ella empezaba a caminar hacia él desde el mar. Sus brazos se extendían para abrazarla, pero el abrazo solo existía en sus sueños. La realidad lo devolvía a la noche en Buenos Aires, donde el verano se iba y dejaba atrás un sábado más, sin recuerdos, y el sol se quedaba con los sueños atrapados en sobres de azúcar con frases de un antiguo tanguero anónimo que dormía en el banco de una estación abandonada.

El reloj, que anunciaba la hora veintidós, marcaba el inicio de un nuevo día. Un día como cualquier otro, pero no para ella. La rutina seguía su curso, desde la ducha matutina hasta la taza de café que inundaba la casa con su aroma. Se movía como un autómata, llenando la vida de su familia de apariencias.

El encierro la asfixiaba. La jaula que había construido alrededor de sí misma se volvía más estrecha con cada día que pasaba. Cada momento se convertía en una agonía, mientras se perdía en su propia tristeza. Pero algo en su interior sabía que algún día encontraría la valentía para liberarse.

A las siete de la mañana, después de que su esposo se fuera sin siquiera saludarla, ella comenzaba su ritual diario. Cautiva de su casa y su esposo, luchaba con la idea de ser libre, de tomar el control de su vida. Pero los temores, la comodidad y la falta de valor la mantenían prisionera.

A las ocho de la mañana, se vestía con esmero, permitiéndose sentirse hermosa una vez más. Su cabello caía como una cascada sobre su pecho, cubriendo un escote pronunciado. Era un atisbo de su antigua belleza, que aún mantenía viva.

A las diez de la mañana, sus pensamientos se volvían insoportables. La cabeza le daba vueltas, y las ideas no dejaban de rondar. No sabía cómo escapar de su jaula, pero estaba decidida a hacerlo.

Esa mañana, escribió dos mensajes, uno para su hija y otro para su hijo, en los que explicaba su tormento. Era su manera de comunicarles la pesadilla que vivía a diario. Aunque sabía que ellos lo entendían, necesitaba que quedara plasmado en palabras.

Luego, se vistió con elegancia, con el cabello suelto y su pecho al descubierto. Preparó dos maletas con ropa y zapatos, su debilidad secreta, y un bolso de mano con documentos personales y algunos ahorros.

Miró a sus hijos mientras dormían, sintiendo un nudo en la garganta. Sabía que tenía que partir.

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