El lunes empieza con la parsimonia de enero, como si hasta el calendario se negara a correr. Los colectivos retoman su ritmo habitual, aunque con un aire distinto, casi resignado. Enero tiene esa calma rara, como un bostezo largo entre días iguales. ¿Qué sé yo, viste?, pienso mientras espero en la parada.
Subo al colectivo que me deja cerca del trabajo. Apenas me acomodo en el asiento, siento el dolor punzante en el dedo del pie, recuerdo el golpe torpe de ayer por la mañana. Una esquina de la cama me ganó la batalla antes de salir. Ahora el dolor sube hasta las muelas y no puedo evitar dibujar con los dedos en el aire globos de historieta: caricaturas mudas que protestan por el calor pegajoso.
Las calles, un poco más vacías que de costumbre, respiran esa mezcla de letargo y transpiración que trae enero. El viento, ese aliado ocasional, parece haberse tomado vacaciones, dejando al sol su reino. El aire está denso, como si cada bocanada costara un poco más.
El colectivo avanza, y el vaivén monótono me arrulla, aunque no tanto como para olvidarme de que es lunes. Lunes otra vez, pienso, y no puedo evitar tararear en mi cabeza esa canción de Sui Generis que habla de semanas que empiezan y terminan en un suspiro.
La rutina es un engranaje bien aceitado. Las mismas caras en las mismas paradas. Las mismas conversaciones que parecen un eco de semanas anteriores. Aun así, hay algo en esta repetición que me reconforta. Es como caminar por un sendero conocido, aunque el paisaje no sea especialmente emocionante.
Unas horas más, unos días más, y quién sabe, quizás algo cambie. Por ahora, el sudor del sol nos empuja hacia adelante, como si cada paso, cada respiración, fuera un pequeño triunfo sobre este calor aplastante.
El colectivo dobla la esquina, ya estoy cerca. Y aunque el día recién empieza, ya puedo imaginarme en casa, con un ventilador girando como una promesa de alivio después de la ducha nocturna. Porque sí, enero es pesado, lento, y a veces insoportable. Pero, al final, Alla vamos ¡¡¡, como decía una famosa que se autoproclamaba inmortal: porque siempre, hay algo que nos espera al final del camino.