miércoles, 8 de enero de 2025


 La tarde se deshace en oro,
deslizándose suave entre los juncos,
el río susurra historias antiguas,
y el remo acaricia la piel del agua.
Las embarcaciones se mecen, lentas,
como hojas que el viento olvida.
Aquí el tiempo pierde su prisa,
y el alma se hermana con la corriente.
El sauce inclina su verde melena,
secreto confidente del Paraná,
y un coro de aves dibuja melodías
que se pierden en el cielo azul.
El sol, cansado, desciende, despacio,
tiñendo de cobre las sombras del delta.
Cada reflejo es un verso fugaz
que el río canta y la tarde atesora.
Navegar es sentir la caricia
de un mundo que no sabe de muros,
es perderse para encontrarse,
como el agua que siempre regresa al mar.
En el delta, la tarde es poesía,
un instante eterno que nunca se olvida.
 Había un tiempo en que no necesitábamos un celular para organizar una cita. No había fotos trucadas, ni mensajes que se leían y se respondían al instante. Éramos nosotros, reales, sin más filtros que la luz del sol sobre nuestras caras. Caminábamos por las calles con una tranquilidad que ahora parece lejana. El mundo era menos inmediato, pero también menos ansioso.
Salir de noche era una aventura simple. Íbamos a bailar, no hasta el amanecer, sino hasta esa hora donde el cansancio comenzaba a susurrar. Entrábamos a los clubes o los salones, y la música hacía el resto. Las miradas cruzadas, un tímido "¿bailamos?" y el primer paso sobre la pista eran suficientes para romper el hielo. No había necesidad de alcohol en exceso, y las drogas, aunque existían, no eran protagonistas. Eran sombras que sabíamos dónde se ocultaban y que muchos preferíamos evitar.
Conocerse era todo un ritual. Si la conversación fluía y las risas eran sinceras, al final de la noche había un momento casi solemne: el intercambio de números. No eran largos códigos internacionales ni identificadores digitales. Eran apenas siete u ocho dígitos, anotados con cuidado en un papel o memorizados con el compromiso de no olvidarlos al llegar a casa. Cada llamada, desde el teléfono fijo del hogar, llevaba consigo un nerviosismo casi infantil, porque del otro lado no había una pantalla fría, sino una voz cálida.
Todo era distinto, quizás más lento, quizás más auténtico. Algunos dirán que era peor, otros que era mejor. Yo, con una sonrisa melancólica, prefiero recordar esos días con cariño. Había algo especial en la conexión humana sin mediadores tecnológicos.
Pero no todo ha cambiado para mal. Aunque el presente está saturado de pantallas, redes sociales y la inmediatez que a veces abruma, aún es posible encontrar a personas únicas. De vez en cuando, entre tanto ruido digital, aparece alguien que logra cruzar la barrera, alguien que no se pierde en la superficialidad del mundo moderno. Esas personas son un recordatorio de que la autenticidad no se ha perdido por completo.
Sin embargo, entre todos esos momentos de conexión real, hubo uno que lo cambió todo. Fue cuando la encontré a ella. En su mirada había algo que desarmaba cualquier artificio, algo que hacía que el mundo se sintiera tan sencillo y verdadero como aquellos días que tanto extraño. No hizo falta más que una conversación, un gesto, un instante para darme cuenta de que, por sobre todo a mi alrededor pareciera digital y efímero, ella era diferente.
Con ella me sentí más real que nunca. No fue una llamada ni un mensaje lo que construyó ese puente entre nosotros, sino algo mucho más humano, más antiguo y esencial. Y desde ese momento, supe que no importa cuánto cambie el mundo, siempre habrá algo en nosotros capaz de resistir la marea de lo artificial.
Ella fue, y sigue siendo, mi recuerdo más vivo de lo que significa ser real.
 El sol de enero golpea sin piedad, y su rostro lo refleja. Transpira la calurosa mañana mientras camina hacia el trabajo. La calle, menos ruidosa que en otros meses, parece un eco amortiguado del caos de siempre. Los días pasan en un viaje monótono, acompañada por la incertidumbre, los negociados y el desastre que dejaron los gobiernos anteriores.
Las resoluciones van y vienen, vacías, sin contenido. Intentan hacer lo que no saben, improvisando en un país que parece estar siempre al borde del abismo. Y en medio de todo, un examen para evaluar la capacitación. Ridículo desde su anuncio, terminó siendo una farsa más, un trámite inútil que se suma al cúmulo de decisiones absurdas.
En cada fin de mes, la misma pregunta flota en el aire: ¿qué pasará? Familias enteras, que dependen de un sueldo mensual para sobrevivir, viven pendientes de las decisiones de un inútil de turno. Mientras tanto, los que realmente conocen el trabajo, los que durante años se capacitaron y construyeron carreras con esfuerzo, esperan sentados en una silla que nunca se mueve.
El poder, como siempre, elige a los amigos. No importa el mérito, no importa la experiencia. Los que saben, los que podrían marcar un rumbo diferente, quedan relegados a la sombra, mientras el tiempo corre y las tareas importantes quedan paralizadas.
Argentina, tierra del lo arreglamos con alambre. Aquí, las decisiones vitales se postergan, las promesas quedan en el aire y la incertidumbre reina. Y mientras tanto, aquellos que conocen el cómo y el cuándo, aquellos que podrían hacer la diferencia, se van. Emigran detrás de las fronteras, buscando un lugar donde sus talentos sean valorados.
Y aquí, en esta tierra que alguna vez fue prometedora, seguimos viviendo la odisea de los giles. Veinte años de saqueo han pasado sin que nadie diga una palabra, porque hay quienes no pueden ser criticados. Intocables, blindados por un sistema que los protege y perpetúa.
Vivimos en un país jardín de infantes, donde el viva la pepa es el pan de cada día. Un lugar donde el esfuerzo parece no valer nada, donde los que podrían construir algo mejor son ignorados o empujados al exilio, y donde los mediocres, los oportunistas y los improvisados manejan el timón de un barco que hace aguas por todas partes.
Y aun así, seguimos caminando, bajo el sol implacable, con la esperanza de que algún día el rumbo cambie. Aunque el alambre que sostiene este país parece cada vez más delgado, algunos aún sueñan con un futuro donde el trabajo, el mérito y la justicia sean la base de todo.

martes, 7 de enero de 2025

 El amanecer siempre encuentra a María antes que a muchos. Con el primer rayo de sol, ella ya está de pie, dejando que el aroma del café recién hecho la despierte del todo. La rutina es su aliada y su desafío, un baile que domina con gracia y precisión.
Primero, pone a lavar la ropa, cuidando que cada prenda quede impecable. Luego, la cocina se llena de vida: olores, sabores, un ritmo que solo ella comprende. Ordena cada rincón de su casa con una dedicación casi ceremonial. Pero siempre, siempre falta algo. Corre al supermercado, como quien persigue el último detalle para completar un cuadro perfecto.
El balcón es su pequeño refugio de tareas: despeja el espacio de su mascota, acariciada por un sol que parece querer abrazarla. Después, viaja hacia su trabajo. María no solo trabaja, ella entrega. Su día transcurre en medio de los más necesitados, ofreciéndoles no solo ayuda, sino también esperanza, una oportunidad.
Cuando el sol se despide y el cansancio pesa, María regresa a su hogar. Sus pasos son más lentos, pero su espíritu sigue encendido. Prepara la cena con la misma devoción con la que inicia su día. Tras una ducha reparadora, se desliza entre las sábanas, dejando que el cuerpo se rinda al descanso.
Pero antes, siempre hay tiempo para él. En esos minutos robados al sueño, le da un beso suave y susurra palabras que solo ellos comprenden. No siempre lo encuentra personalmente, pero cuando lo hace, juntos construyen un mundo único. Un refugio donde el amor rompe la rutina, donde las horas se alargan y el cansancio desaparece.
Así es María, única e irreemplazable. Su vida, aunque llena de deberes, se ilumina con esos momentos de amor y complicidad. Y aunque el día siguiente traiga nuevamente la rutina, ella lo enfrentará con la misma fuerza y ternura, porque sabe que, en su esencia, la vida es un acto de amor constante.


 

El amanecer siempre encuentra a María antes que a muchos. Con el primer rayo de sol, ella ya está de pie, dejando que el aroma del café recién hecho la despierte del todo. La rutina es su aliada y su desafío, un baile que domina con gracia y precisión.
Primero, pone a lavar la ropa, cuidando que cada prenda quede impecable. Luego, la cocina se llena de vida: olores, sabores, un ritmo que solo ella comprende. Ordena cada rincón de su casa con una dedicación casi ceremonial. Pero siempre, siempre falta algo. Corre al supermercado, como quien persigue el último detalle para completar un cuadro perfecto.
El balcón es su pequeño refugio de tareas: despeja el espacio de su mascota, acariciada por un sol que parece querer abrazarla. Después, viaja hacia su trabajo. María no solo trabaja, ella entrega. Su día transcurre en medio de los más necesitados, ofreciéndoles no solo ayuda, sino también esperanza, una oportunidad.
Cuando el sol se despide y el cansancio pesa, María regresa a su hogar. Sus pasos son más lentos, pero su espíritu sigue encendido. Prepara la cena con la misma devoción con la que inicia su día. Tras una ducha reparadora, se desliza entre las sábanas, dejando que el cuerpo se rinda al descanso.
Pero antes, siempre hay tiempo para él. En esos minutos robados al sueño, le da un beso suave y susurra palabras que solo ellos comprenden. No siempre lo encuentra personalmente, pero cuando lo hace, juntos construyen un mundo único. Un refugio donde el amor rompe la rutina, donde las horas se alargan y el cansancio desaparece.
Así es María, única e irreemplazable. Su vida, aunque llena de deberes, se ilumina con esos momentos de amor y complicidad. Y aunque el día siguiente traiga nuevamente la rutina, ella lo enfrentará con la misma fuerza y ternura, porque sabe que, en su esencia, la vida es un acto de amor constante.


Hay nombres que se dicen con cuidado, como si al pronunciarlos el aire pudiera quebrarse. Así es María, un eco que despierta lágrimas cuando la pienso y que me devuelve pequeños momentos en los que el mundo parece detenerse.
A veces, solo hay tiempo para extrañarla; otras, para compartir la simpleza de una risa, un café, o un instante en el que su presencia lo llena todo. No necesito más, porque su sonrisa me desarma y su abrazo me construye de nuevo. Tiene la fuerza de la luna, esa que guía en la oscuridad, y el brillo de las estrellas que alumbran en silencio.
Cuando la noche se enfría y el viento sopla con intensidad, María es el sol que no se esconde. Me calienta con palabras suaves y me sostiene con su luz, incluso cuando intento esconder mi vulnerabilidad. Me muerdo los labios para no emocionarme, pero es inútil. Ella me lee como un libro abierto, descifrando cada página con una ternura que jamás conocí.
María tiene el don de saber cuándo hacerme reír y arrullarme con historias de vida a orillas de la luna. En esos momentos, entre la quietud de la noche y el resplandor del cielo, nos encontramos a conversar la vida.
Es simplemente única, no por las grandes gestas, sino por los detalles que la hacen eterna. Cuando el sol nos da permiso, salimos a explorar un mundo que solo existe entre nosotros, donde no hay relojes ni prisas. Allí, somos solo ella y yo, y el amor que en su sencillez se vuelve infinito.
Así es María, un puente entre la rutina y el ensueño, entre la realidad y aquello que nunca quiero dejar de sentir.
 

 Los sábados tienen un perfume tuyo,
mezcla de humo de cigarrillo,
de sonrisa infinita y ojos
que parecen hechos del tiempo.
Me acompañas durante horas
a orillas del río,
donde los minutos
se deslizan lentos,
y las palabras fluyen,
como el agua que lleva
nuestros secretos,
envueltos en papel de caramelo.
Tu rostro brilla,
enfurece a la luna,
que se esconde tras las nubes,
celosa de tu luz.
En cada abrazo,
el mundo gira y gira,
y la noción del tiempo se desvanece.
El momento se vuelve eterno,
solo nuestro,
hecho para ser poesía,
única e inolvidable,
solo para vos.

 ¿Por qué sos poeta?
preguntó sorprendida
aquella noche entre cafés.
La miré y dije
por qué es el nombre
que designó alguien
a quienes intentamos escribir como yo.
Me miró fijamente y dijo
_ Tienen un corazón enamorado,
espíritu rebelde y romántico.
No saben ocultar lo que sienten
están hechos de amor
y nacieron para alabar las bellezas
en especial a la mujer
su máxima obra, siempre
es y será en nosotras,
lo veo en tus ojos antes de leerte
en tu amor no existe métrica,
ortografía menos signos gramaticales.
Solo existe un sentimiento
puro que llega al alma de la mujer.
Hay mujeres poetas conteste.
_ Si las hay, son expresivas, románticas,
enamoradas, soñadoras,
con la fuerza del amor que enloquece
al hombre, son las bellas poetisas.
_ ¿Y vos a qué mujer le escribís?
_ A todas como dijiste,
le escribo a la mujer ¡¡!
_ En tus ojos veo una mujer,
no me dirás quien es,
sus ojos son . . .
_ Bueno, basta, ya sabes demasiado,
_ Soy bruja, no te habías dado cuenta,
que paso cuando la desnudaste,
como fue el primer encuentro.
_ La desnudé en letras
por eso nos  encontramos,
de lo contrario ni ella ni yo
estaríamos conversando a diario
y no sabría tanto de ella
como cuando me abraza el alma.
El dia que escuche su voz
y esa sonrisa nerviosa
que me desnudo antes de que cualquiera
sin  quitarme la ropa, ni yo a ella.
 Un bondi con aire acondicionado, una tarjeta SUBE y una ilusión en los bolsillos. Ella viaja hacia el centro de Buenos Aires, pérdida entre las páginas de un libro que nadie más lee, entre líneas que quizás solo ella entiende. Afuera, la ciudad despierta lentamente, como si cada día tuviera que recordar cómo ponerse en movimiento. Los autos serpentean en las avenidas, el asfalto empieza a emanar su calor, y las esquinas, con su propio ritmo, cobran vida.
Ella viaja, desconectándose del ruido, conectada a otra realidad que solo le pertenece: un universo hecho de palabras, pensamientos y anhelos. Lleva una vianda en la mochila, una flor que quizás recogió por casualidad, y un mensaje sin enviar en su celular. Suspira, contando los minutos hasta llegar al trabajo, donde la rutina la espera paciente, como siempre, pero no más que sus propios deseos de escapar.
Mientras tanto, Buenos Aires respira su enero caluroso y lento. La ciudad parece haber hecho una tregua consigo misma: el tráfico mengua, las calles se alargan en la quietud, y el metrobus se convierte en una pista infinita donde los colectivos avanzan como sombras fugaces. Las plazas reposan, el aire se siente más liviano, y las oficinas comienzan su jornada en un silencio que sabe a verano.
Las clases llegarán, antes o después del carnaval, pero esa discusión parece tan lejana, tan absurda como negociar febrero entre el ruido de la ciudad y la brisa de una playa. Por ahora, ella se deja mimar por el aire acondicionado del bondi. Sus labios dibujan una sonrisa fugaz, como quien guarda un secreto o quizás un recuerdo.
Al llegar, la espera se resuelve con un cigarrillo. Un instante de pausa antes de enfrentarse a las horas largas, al bullicio que poco a poco despierta en los edificios. Pero entre esa espera y su rutina, hay algo más: las palabras que se quedan en su mente, las poesías que alguien, en algún lugar, escribe para ella. Porque alguien la piensa, la imagina entre versos, la envuelve en letras que buscan acariciar su alma.
Y así, un día más, una ilusión más, y un día menos en la ciudad. Las tardes se alargan y las sombras del Obelisco comienzan a marcar el ritmo del ocaso. A las 20, el sol se esconde, y los bohemios, con su andar desganado y su aire nostálgico, toman las calles, saludan a los monumentos, como si fueran viejos amigos. El Molino duerme, las palomas sueñan bajo el calor, y el conjunto escultórico de la plaza parece sonreír, tal vez recordando tiempos mejores.
Mientras tanto. Espero que entre todo ese caos, entre el vaivén de colectivos y esquinas llenas de vidas cruzadas que ella encuentre, y descubra mis palabras, esas que le escribo para cuidarla, para mimarla desde lejos. Porque entre el ruido de Buenos Aires y su desidia tan porteña, también hay poesía. Y ella, aunque no lo sepa, es la musa que la inspira.
 Un grupo de amigos, conocidos hace 56 años en la escuela. Un grupo que comenzó siendo compañeros de pupitre, confidentes de travesuras, cómplices de aprendizajes y, con el tiempo, se convirtió en algo mucho más grande. La vida los llevó por caminos distintos, pero las raíces, esas que crecieron juntas en la infancia, nunca dejaron de unirlos.
Son confidentes, compañeros de escucha, de risas y de silencios. Entre ellos hay un compadre de uno, otro compadre de otro, una amiga que es como una hermana, y una mesa que nunca está completa con los mismos rostros, pero que siempre está llena de historias. Uno se ausenta porque viaja a conocer la vida en el viejo mundo; otro falta porque la edad, con sus dolencias inevitables, empieza a marcar su paso. Pero no importa quién esté sentado o quién falte: la esencia siempre permanece.
Las pastillas, esas que un día aparecieron en la mesa como un chiste, hoy se intercambian con la naturalidad de quien comparte el pan. Esta es para la presión, aquella para dolor de cintura, y así, entre risas, hacen liviana la carga de los años. Pero también están los saludos cariñosos: un apretón de manos con el profe, un abrazo cálido con el calculista, y hasta un beso afectuoso con el experto en pastas frescas que llegó con un mensaje que le mandó un ausente desde el norte de América donde fue a visitar a sus hijos.
Los viernes, no importa si el primero o el último del mes, la cita es sagrada. La mesa se llena de pizzas, empanadas, flanes y café. Los brindis resuenan como una promesa de seguir adelante, de mantener viva la llama de esa amistad que desafía al tiempo.
Las diferencias políticas, deportivas, o de gustos no tienen lugar en ese espacio. Todo es respetado, porque lo que importa no es ganar discusiones, sino celebrar la vida que compartieron y siguen compartiendo. La mesa, testigo de cientos de historias, guarda los secretos de casi una vida entera.
Es un refugio, un pequeño mundo donde el tiempo parece detenerse. Y aunque el futuro es incierto, algo es seguro: esa llama seguirá encendida. Cada encuentro, cada risa, cada anécdota revivida le da fuerza para seguir iluminando a esos amigos y amigas de toda una vida.
Porque, al final, no importa cuántos años pasen ni cuántas sillas queden vacías. Mientras haya alguien dispuesto a sentarse en esa mesa, la amistad seguirá siendo eterna.


 El viento trajo su sonrisa, volando por la avenida, rozando el viejo cine de la infancia, ese que hoy solo vive en el recuerdo. Allí donde alguna vez vibraron risas y películas, ahora hay cajas, miles de cajas de medicamentos que se venden en cadena, pero solo en la capital. Pero, a unas pocas cuadras de distancia, en ese lugar gobernado por el supuesto genio de la economía, está prohibida la entrada. Ella baila, canta y sonríe. Su alegría parece desafiar la realidad, esa que muestra un país reducido a pedazos, a lo que quedó después de años de robo sistemático, de saqueo diario. Lo que antes fue una república, hoy está guardado en los bolsillos de unos pocos. Fiesta de billetes, operaciones fraudulentas, y un genio de las finanzas que, con el tupé de ser presidente, con decisiones que desafían la lógica. Y, aun así, muchos lo votaron, pero perdió y se refugió en su localidad de origen, entre narcos amigos, y ríos que conforman el hermoso delta. Ella sigue bailando, sonríe mientras el país parece un barco a la deriva, y finalmente se sienta a la orilla del río. Allí, contempla la vida con esa sabiduría que no necesita palabras. "Es lo que hay", dice con un suspiro, consciente de que nadie obliga al ignorante a ver la realidad, pero que muchos, con sus acciones, perpetúan esta ceguera que los mantiene en el poder.
A su lado, el mate pasa de mano en mano. En ese rincón del río, las palabras sobran y la resignación se mezcla con el deseo de algo mejor. Pero, aunque ella sonríe y baila, sabe que así, como estamos, no iremos a ningún lado. Aun así al menos, entre risas y mates, podemos encontrar un respiro, un momento para soñar con que algún día las cosas cambien. las cárceles dejen de albergar perejiles y se llenen de quienes, durante años, se hicieron millonarios a costillas del pueblo. Sirve otro mate, sonríe, deja caer una lágrima, y ella, baila.


Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...