domingo, 27 de julio de 2025

Escribo lo que pasa o lo que me pasa,
lo que veo o lo que invento;
lo que sueño o lo que apenas toco
cuando la vida me roza con el viento.
No sé si escribo verdades o reflejos,
si mis palabras caminan solas
o si son mis dedos quienes las arrastran
en un intento torpe de nombrarlas,
Te interpelo, lector,
no para que respondas,
si no para que sientas
esa misma pregunta quemándote la boca.
Por qué
así somos.
Hechos de pensamientos que tropiezan,
de sueños que se olvidan,
de realidades que se disfrazan.
Más allá de la forma,
más allá de la coma o del punto,
hay algo que busca decir sin saber qué dice,
como si cada palabra tejiera un mapa
sin rumbo fijo, pero con deseo.
No escribo por claridad, escribo por necesidad.
Por locura, por ternura.
Por esa grieta mínima entre el ser y el parecer.
Escribo poesía, simplemente.
Confusa, hilada, desbordada, rebuscada, sí,
como la vida misma.

El sol aún dormía en nuestra piel,
pegado como un secreto tibio,
y el ardor del día se fundía con la luna,
lentamente, como lo hacían nuestras miradas.
En los médanos, la arena raspaba suave
nuestra intimidad temblorosa,
y una brisa apenas murmuraba
historias viejas por la peatonal dormida,
ya sin luces ni bullicios, solo nosotros,
el mar y el deseo.
Eran noches de pueblo chico,
de la ciudad costera, donde el amor se tejía
entre puestos de artesanos y faroles apagados,
y se desataba en rincones sin testigos.
En el muelle de madera, crujía la vida entera,
cada paso vibraba como nuestros cuerpos
al borde de la marea.
Te besé con arena entre los dedos,
y tus manos, saladas, buscaron abrigo
debajo de mi ropa vencida.
Allí, en ese pedazo de mundo
que olía a pino y a crepúsculo,
se nos escapó la inocencia
envuelta en carcajadas y jadeos.
Locos recuerdos, de una noche de verano,
cuando el tiempo no pesaba
y el amor se sacudía como un medio mundo
lleno de ilusiones y piel de fuego.

martes, 8 de julio de 2025

La desventura de lo posible
solo sucede entre tus labios y los míos,
donde se derrumban los miedos
y nacen certezas tibias.
Entre nuestros dedos entrelazados
y nuestras piernas enredadas
el mundo pierde forma;
todo límite se desvanece.
Nada es imposible cuando el sol
penetra la ventana y baña la sábana,
donde nuestros cuerpos se confunden
en un solo instante, en un suspiro que se vuelve
eterno, sagrado, único.
El éxtasis florece lento,
se alza como un dios al que adoramos
con gemidos suaves, con miradas profundas,
con el roce piel a piel que incendia,
que eleva, que purifica.
La ropa cae lejos, sin sentido,
porque lo que somos trasciende la tela.
Somos alma contra alma,
latido con latido,
un milagro desnudo que respira amor
y se pronuncia en caricias,
en besos que rompen el tiempo.
Allí, entre tus brazos,
mi cuerpo es templo y ofrenda,
porque lo que sentimos es fuego,
es más que deseo, es amor hecho carne,
es un cielo conquistado en tu vientre,
es lo sublime hecho por nosotros.




Rodamos por la cinta infinita,
la ruta desierta se estira como un suspiro,
bajo un sol que nos promete el mar,
pero antes nos regaló este tiempo secreto.
Tus dedos viajan por mi piel
como otro auto, más veloz,
saltando baches de lunares,
frenando suavemente en mi cintura,
rozando el borde del abismo
donde la respiración se corta.
Las ventanillas bajan un poco,
buscando aire, aunque adentro
arde más que afuera.
El calor sube, se pega, nos funde.
Tus labios, estación obligada,
detienen mi voz y encienden
una hoguera que ni el océano apagará.
Faltan kilómetros para el destino,
pero ya llegamos a ese lugar
donde el deseo grita y la vergüenza calla.
Con cada curva, un gemido;
con cada recta, un latido más fuerte.
Nos desarmamos en la ruta,
para volver a armarnos en la arena,
cuando el mar sea testigo tardío
de un incendio que empezó
mucho antes de verlo.

Sentado en la escalera del muelle
sobre el viejo río Carapachay,
veo pasar los días como barcas lentas,
cargando sombras y recuerdos
que crujen igual que la madera húmeda
bajo mis pies.
El agua arrulla secretos que nadie escucha,
y yo me quedo aquí,
con los codos en las rodillas,
la mirada perdida entre juncos y reflejos,
pensando en tu cuerpo
que aún guardo en la palma de mis manos.
Tu largo cabello sigue danzando
en el aire cansado de la tarde,
como si el viento tejiera para mí
la ilusión de que vas a volver,
descalza, riendo, con el sol brillando
en tus hombros desnudos.
A veces cierro los ojos
y tu aroma me encuentra,
suave, dulzón, tan tuyo,
mezclado con el perfume del río
y el murmullo terco de las hojas.
Qué fácil sería dejarme caer
en este remanso gris,
naufragar sin lucha,
y dormir allí donde tus recuerdos
ya no duelan,
donde tu nombre sea apenas
un susurro que se pierde
entre los camalotes.
Pero permanezco aquí,
sentado en la escalera del muelle,
viendo correr los días
como quien mira un reloj roto,
sabiendo que ninguno
traerá de regreso
la magia tibia de tu piel.

 No fue un cuento
fue la simple locura de encontrarnos aquella noche,
entre vasos de whisky moviéndose en nuestras manos,
y ese hielo que ansiaba derretirse
fuera del vaso para aventurarse por tu piel,
trazando ríos tibios en la oscuridad,
mientras mis dedos viajaban por tus caderas
y tu boca encontraba en la mía
la promesa urgente de un gemido.
Nos amamos sin nombre ni destino,
al ritmo de las agujas del viejo reloj
que, allá, en la cúspide oscura de la iglesia,
marcaba hora tras hora nuestro pecado,
sin saber que era un milagro.
Nos bebimos hasta el último suspiro,
nos desnudamos el alma
mientras mi lengua escribía versos húmedos,
sobre el altar de tu vientre,
y tus manos se aferraban a mi espalda
como si quisieran quedarse a vivir allí.
Al salir el sol, el taxi te llevó
vaya a saber dónde,
y el silencio nos hizo extranjeros.
Nunca más supimos el uno del otro.
Quizá aún me recuerdes
como yo te recuerdo,
o quizá no, y la vida sigue corriendo
bajo tus ruedas,
persiguiendo la última curva,
o esa recta infinita
donde un día, sin aviso,
descubrirás algo nuevo, único,
tan inolvidable como aquella noche
en que el deseo fue rey
y nosotros, su más dulce herejía.




 De fondo, suavemente, sonaba una guitarra. 
Los besos iban subiendo de tono 
mientras la luz comenzaba a descender, tenue, cómplice. 
Santana acariciaba las cuerdas como nadie, 
y Europa se expandía por toda la casa, 
llenando cada rincón de esa melancolía 
extraordinaria que estremece.
Las prendas fueron cayendo una a una, 
lentamente, casi con timidez, 
hasta quedar tu cuerpo desnudo, 
bañado por la penumbra y la música. 
Mis labios viajaron desde el empeine hasta la nuca, 
trazando un mapa ardiente 
de besos que susurraban con vos.
Fueron largos minutos 
en los que Samba Pa Ti siguió envolviéndonos, 
marcando el ritmo pausado de caricias y suspiros. 
Europa regresaba, repetida, 
como un oleaje que no se cansa de besar la orilla, 
mientras la noche se deslizaba sin prisa, sin reloj.
Así pasaron los minutos hasta el instante supremo, 
el amanecer irrumpiendo con suavidad, 
cuando, con el último aliento, 
el saxo de Gato Barbieri selló el clímax del tema, 
cerrando con Santana el epílogo 
perfecto de esa madrugada.
Fue poesía intensa, casi salvaje. 
Sensual en cada nota y en cada gemido, 
como si la música misma 
hubiera querido escribir su propio poema sobre tu piel.

Niebla en el Delta.
Todo parece suspenderse,
los sauces, el murmullo del agua,
los pájaros que callan
como si temieran romper el hechizo.
Miro por la ventana
con el mate humeando entre mis manos,
y el mundo se vuelve un cuadro tenue,
donde los contornos se difuminan
y solo quedan las ganas
de abrazar este instante suave
que se posa sobre el río.
Pienso en vos,
en cómo sería este silencio compartido,
tu cabeza en mi hombro,
tu risa leve rompiendo la bruma,
tus dedos buscándome bajo la manta
mientras afuera la niebla se adueña,
de cada orilla, cada tronco, cada flor.
Y así, mate tras mate,
dejo que el Delta se pierda en el gris
mientras te invento a mi lado,
y la soledad se vuelve dulce,
casi compañera,
como la niebla misma,
que entra despacio,
y me acaricia el alma.

La niebla se instaló en Buenos Aires
como un velo pálido que cubre todo,
las calles, los autos, las voces,
los sueños que se pierden en avenidas
donde apenas se distinguen las luces titilando,
como faroles tímidos que dudan en existir.
Esta mañana, amor,
la ciudad se volvió un susurro blanco,
un laberinto de bruma donde cada esquina
invita a perdernos sin miedo,
a caminar juntos, de la mano,
sintiendo cómo el mundo desaparece
bajo esta caricia fría y silenciosa.
El río parece un fantasma inmóvil,
los barcos son sombras inmensas
que se adivinan apenas,
y Buenos Aires toda con calles, plazas, y balcones
adopta un aire de Londres prestado,
como si la distancia se hubiera achicado
para regalarnos un instante único,
distinto, irrepetible.
Te miro mientras la niebla se cuela
en tu cabello, en tus pestañas,
dibujando gotitas que titilan como diminutas estrellas.
Hay algo en tus ojos que se enciende más fuerte
cuando el resto del mundo se borra.
Quizá porque en esta ciudad difusa,
solo vos brillás nítida, sólo tu sonrisa tiene color,
sólo tu abrazo tiene la certeza
de un faro que no se deja apagar.
Tomemos un café, amor,
mientras allá afuera la visibilidad se pierde
en cien metros de misterio.
Dejemos que los autos toquen bocina,
que los vuelos se desvíen,
que la ciudad entera suspire bajo este manto blanco.
Acá, en la tibieza de tus manos,
mi Buenos Aires tiene la claridad suficiente,
un rincón donde refugiarme,
donde la niebla no entra,
y donde tu voz suave, cercana
me nombra y me salva
de perderme para siempre
en la bruma infinita del olvido.

 Fuego en tus ojos,
un incendio callado que me llama,
que me envuelve con solo mirarme
y deja mi piel temblando
como hoja al borde del abismo.
Fuego en tu mirada,
que atraviesa el aire
y quema la distancia,
que acaricia con brasas invisibles
y me desnuda el alma
antes de rozarme.
Fuego en tus labios,
ese umbral ardiente donde se funden
mis temores y mis ganas.
Tus labios saben a pecado dulce,
a promesa infinita,
a delirio que solo entiende
el lenguaje secreto del deseo.
Fuego en tus besos,
que prenden luces en mi vientre,
que estallan como chispas suaves
y se enredan en mi voz,
dejándome sin palabras,
sin mundo, sin más tiempo
que el exacto instante
en que me perteneces.
Fuego en tu cuerpo,
ese territorio encendido
que recorro con urgencia y asombro,
descubriendo paisajes nuevos
en cada curva, en cada gemido,
en cada latido que se abre para mí.
Fuego en tu cama,
donde somos llama viva,
donde tu piel y la mía hablan sin miedo,
y nos buscamos, nos bebemos,
nos quemamos dulcemente
hasta arder completos
en un mismo fuego.
Fuego, eso sos,
un incendio hermoso que no quiero apagar,
una hoguera donde mi corazón
arde feliz, sin remedio,
sabiendo que solo en tu abrazo
el fuego se vuelve hogar.

 Hay algo en tus ojos
que no pertenece del todo a este mundo;
un fulgor secreto, casi infantil,
una forma de mirar que enciende las hojas
y hace danzar el agua del arroyo,
como si el sol mismo se hubiera refugiado allí
para brillar desde adentro tuyo.
Tus ojos guardan otoños enteros,
las lluvias que se quedaron sin caer,
y la promesa de un verano que se alarga
solo para verte sonreír.
A veces me pierdo en ellos
como quien se hunde en un remanso profundo,
sin miedo a no volver,
feliz de ahogarme en su ternura.
Y luego están tus manos,
esos dedos tan suaves que hablan sin voz,
que tiemblan apenas cuando me rozan,
que buscan el borde tibio del mate
mientras el vapor sube a enredarse en tu cabello.
Dedos que podrían ser la flor más delicada,
o la brasa más intensa,
según cómo me toquen.
Tus pies, tan pequeños,
tan sencillos y, sin embargo, tan perfectos,
se mojan en la orilla del muelle
como si saludaran al agua.
Amo mirarlos bailar sobre la madera caliente,
ver cómo se estiran o se abrazan,
cómo parecen acariciar la vida misma
cada vez que dan un paso hacia mí.
Y tu cabello, esa cascada de luz o de sombras,
según le susurré el día.
Hoy, con el sol cayendo lento,
tu pelo se tiñe de miel oscura,
y el viento juguetea entre los hilos finos,
tejiendo secretos que después vendrán
a contarme en mis sueños.
Pero lo que más me desarma
es esa sonrisa tuya, única,
que no solo ilumina tu rostro
sino que se derrama sobre el agua,
y el arroyo entero parece despertar,
saltan pequeños peces,
las hojas aplauden en los sauces,
y hasta el silencio se vuelve música.
Te sentás en el muelle con el mate entre las manos,
las piernas colgando, rozando el aire,
y yo me siento a tu lado sin decir nada,
porque nada hay que explicar
cuando la felicidad se muestra tan simple,
tus ojos que me buscan,
tus dedos que juegan con los míos,
tus pies mojados salpicando luz,
tu cabello bailando en el ocaso,
y esa sonrisa que convierte la tarde entera
en el milagro más dulce que el amor me pudo regalar.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...