lunes, 21 de abril de 2025

 El arroyo Tres Bocas
lleva en su cauce
el ritmo de tu respiración,
cuando la tarde se estira
y el calor nos envuelve lento,
como tus brazos
cuando me encontrás.
La vegetación se cierra,
nos esconde, como si supiera
que entre sombra y reflejo
vamos desnudando palabras
y también la piel.
Tus labios rojos, vivos
dibujan deseos
en cada sorbo de vino,
y yo, callado,
los miro bailar entre frases
que ya no disimulan nada.
Tu risa, suave,
me toca más que el viento.
Tus dedos,
que rozan al hablar,
queman más que el sol filtrado.
Y yo,
que vine a buscarte en la orilla,
me hundo sin miedo
en el remanso de tus besos,
donde el agua calla
para escuchar el lenguaje
de nuestros cuerpos.
En Tres Bocas,
entre sauces y secretos,
me hiciste tuyo
sin promesas,
pero con toda el alma y la piel.
La noche llegó
mojada de promesas,
y la lluvia fina al principio
empezó a caer
como si el cielo quisiera
bendecir el deseo.
Las chapas del techo
cantaban su ritmo,
mientras la vela temblaba,
entre tus manos y las mías.
La luz era apenas un suspiro,
suficiente para ver
cómo tu piel brillaba
con cada gota que te buscaba
desde el pelo hasta el ombligo.
Nos reímos bajito,
desnudos de palabras,
cubiertos solo por el vapor
que subía de nuestros cuerpos.
Tus besos sabían a agua dulce,
a fruta madura y urgente.
Tus piernas,
envolviéndome como lianas,
me llevaron lejos
de todo lo que dolía.
Afuera, el arroyo crecía.
Adentro, también.
Tus gemidos se mezclaban
con el retumbar del cielo,
y entre cada relámpago
descubrí nuevas formas
de decirte "te deseo"
sin pronunciarlo.
La noche no duró lo suficiente.
Pero quedó escrita en mi cuerpo,
como la lluvia en la tierra,
como tus uñas en mi espalda,
como vos, en mí.

En el Delta,
cuando el sol se inclinaba lento
sobre los juncos quietos,
nos abrazamos.
La tarde era una manta tibia
que se posaba en nuestras espaldas,
y vos, con la cabeza en mi pecho,
dibujabas con tus dedos
un mapa que no quería final.
Las lanchas pasaban lejos,
sin sonido. La ciudad,
allá en el fondo del tiempo,
no existía todavía.
Los relojes se rindieron.
La lluvia no vino.
El otoño nos regaló
un respiro dorado
para quedarnos quietos,
mirándonos,
sin pedir nada más.
Todo era simple,
como el agua clara,
como tus manos en las mías,
como ese no digas nada
que nos decía todo.
No queríamos partir.
Pero sabíamos
que lo que se detiene tanto
deja huella.
Nos fuimos con las mochilas llenas
de caricias lentas,
de hojas secas guardadas,
de un silencio que hablaba
de todo lo que el amor,
cuando es verdadero,
no necesita explicar.
Ya en la ciudad
los sonidos duelen un poco más.
Las bocinas no saben de caricias,
y los semáforos jamás vieron
un atardecer como el de ayer,
cuando tus ojos
eran todo lo que miraba.
Las paredes no huelen a madera mojada,
ni hay muelle,
ni sombra de sauces
que cobije este deseo
de volver a tu abrazo
sin tiempo.
Todo es más rápido,
más ruidoso, más ajeno.
Pero vos seguís ahí,
dentro mío,
como un murmullo de agua
que no cesa.
A veces cierro los ojos en el subte
y siento tu respiración
acompasada a la mía.
Me acuerdo de tus dedos,
de la curva de tu cuello
cuando la brisa jugaba
a despeinarte el alma.
El Delta no se fue.
Lo traje conmigo.
En cada paso,
en cada calle de esta ciudad sin río,
llevo escondida
una tarde infinita,
el calor de tu cuerpo,
y ese instante perfecto
donde el mundo se detuvo
para que nosotros existiéramos

Habían pasado semanas sin poder encontrarse. Entre el ruido de la ciudad, las obligaciones y los silencios que a veces se instalan entre los cuerpos sin razón, ambos sabían que necesitaban escapar, aunque fuera por un día, a ese rincón del Delta que ya les pertenecía: el arroyo El Pajarito.
Llegaron una tarde tibia, cuando el sol ya no quemaba, pero seguía acariciando. El río los recibió con su murmullo de siempre, con las ramas inclinadas sobre el agua como testigos que no juzgan. Atracaron en un pequeño muelle de madera. Ella bajó primero, con los pies descalzos sobre la madera húmeda. Él la siguió con una sonrisa contenida, esa que siempre usaba cuando sabía que el momento que venía sería inolvidable.
La cabaña los esperaba con la galería abierta, perfumada por el aroma al río, a vegetación mojada y a promesas viejas. El sonido del viento entre los sauces y el canto de algún zorzal marcaban el ritmo lento de la tarde. No había prisa. No había ciudad.
Sentados frente al agua, compartieron unos mates, sin hablar demasiado. A veces, el amor tiene ese lenguaje secreto que no necesita palabras. Las miradas se detuvieron más de lo normal. Las manos se encontraron solas. Y fue entonces cuando los abrazos comenzaron a decir lo que las bocas todavía no se animaban.
Cuando la tarde se fue escondiendo detrás de los árboles, entraron al cuarto. Afuera, el río seguía su curso, ajeno y cómplice. Adentro, el silencio se llenó de suspiros. Se desnudaron sin apuro, como si desvestirse fuera también una forma de volver a conocerse. La piel buscó refugio en la piel. Las bocas se encontraron una y otra vez, como si el tiempo no alcanzara.
Hicieron el amor entre risas, caricias y ese calor húmedo que solo el Delta sabe dar. Con la lluvia que empezó a caer despacito sobre el techo de chapa, se quedaron abrazados, como si el mundo afuera hubiera dejado de existir. Él le acarició el pelo. Ella apoyó su cara en su pecho.
¿Te acordás la primera vez que vinimos acá? susurró ella.
Sí respondió él, besándola en la frente. Pero esta vez fue mejor.
El Pajarito, en silencio, los arrulló hasta el amanecer.



 Nadie pasaba por el arroyo Gallo Fiambre ese martes gris. La bruma lo abrazaba todo como una manta tibia, y solo se escuchaban los remos,cortando el agua cada tanto, suaves, sin apuro.Sofía y Julián se habían escapado por unas horas. 
La ciudad los tenía agotados, y ese lugar perdido del Delta, con nombre raro y misterio viejo, les pareció perfecto para desaparecer.
¿Sabés por qué se llama así?, preguntó ella, mientras ataba la canoa al muellecito de madera.
Algo escuché… ¿no era por unas monjas que hervían gallos viejos?
Sí dijo ella sonriendo. Los cocinaban hasta ablandarlos, y después los fileteaban como fiambre.
Julián la miró con ternura. Había algo en ella en ese modo de contar, de mirar, de dejar que el silencio hable que lo atrapaba más que cualquier historia.
Se acomodaron en una vieja casita isleña, prestada por un amigo. El lugar era sencillo pero acogedor. A través de los postigos, se filtraba la luz pálida de la tarde, y el murmullo de los árboles era como una canción antigua.
No necesitaban mucho. Se sentaron en la galería con un termo, compartiendo mates y miradas. El tiempo parecía estirarse entre risas y anécdotas. No hablaban del trabajo, ni del ruido, ni de los relojes. Solo estaban ahí, con el río lento frente a ellos, y el corazón latiendo más despacio.
En un momento, Julián la abrazó desde atrás. Sofía se recostó sobre él. Sus dedos jugaron con los mechones de su cabello húmedo. No había apuro. Ni planes. Solo esa calma que rara vez llega en la vida, y que uno aprende a valorar cuando ya casi no existe.
El primer beso fue tibio y dulce, como si viniera desde mucho antes. No buscaron intensidad, sino abrigo. Se fundieron en una ternura lenta, callada, como el mismo arroyo que los rodeaba.
Esa tarde en el Gallo Fiambre no cambió el mundo. Pero para ellos, significó algo inmenso. Era apenas un paréntesis, un momento robado entre dos rutinas, pero bastó para recordar por qué se seguían eligiendo, aún con el tiempo encima.
Cuando el cielo empezó a oscurecer, Sofía se volvió hacia él.
Me gusta cuando todo se detiene.
Julián asintió.
Yo también. Y ojalá este lugar nos espere siempre, cuando haga falta parar.
Y así, en un rincón escondido del Delta, con el nombre más curioso y el silencio más necesario, dos almas se reencontraron sin decirlo, y se juraron sin promesas seguir buscando momentos así: breves, verdaderos, inolvidables.

Remamos desde que el cielo apenas se insinuaba,
cuando el sol era apenas una promesa
y el silencio del Delta dormía bajo la bruma.
Las ramas aún mojadas, el perfume de la tierra húmeda,
y tus ojos atentos, curiosos,
como si el río te hablara en voz baja.
Pasamos, juncales, muelles dormidos,
casas de madera que olían a historia
y sauces que se inclinaban sobre el agua
como queriendo escuchar nuestro paso lento.
Charlamos poco, bastaba el crujir del remo,
las miradas que decían más
que cualquier palabra.
Y así, después de horas de remar abrazando la corriente,
llegamos al Santa Rosa.
Ese arroyo escondido,
tan tibio, tan nuestro.
El sol se había acomodado en lo alto,
pero entre las sombras del monte
el tiempo parecía haberse detenido.
Apenas tocamos tierra,
nos sentamos entre los sauces,
y sin pensar, o pensándolo todo,
me acerqué y antes de cruzar el puente
te robé un beso
pero también una entrega.
Tus labios húmedos como la orilla,
tus manos tibias,
la respiración entrecortada
como si el río hubiese aprendido a suspirar.
Después, lo de siempre, el mate, la charla,
los pies en el agua, el cuerpo cerca.
Pero ese beso quedó,
como un ancla en el alma,
como un murmullo que el río aún repite
cuando paso por ahí, solo, remando
con el recuerdo latiendo.
Y aunque la ciudad nos devuelva a sus ruidos,
aunque la semana nos atrape otra vez,
hay un rincón del Delta
donde el tiempo se dobló
y nos guarda abrazados,
para siempre,
en aquel domingo
en que te robé un beso
en el puente del Santa Rosa.

sábado, 19 de abril de 2025

Fue idea de ella, después de tantos días de correr, de saltar entre reuniones, mandados, compromisos y teléfonos que no paraban de sonar, lo único que deseaba era estar con él. Sin hablar mucho. Sin hacer nada. Sólo estar.
Le mandó un mensaje _ Si conseguimos dos horas, ¿te venís conmigo a algún lado?”
Él no dudó. Contestó con una sola palabra: —Sí.
No hicieron grandes planes. No había tiempo.
Eligieron una pequeña cabaña de madera en la orilla del río, a la que se llegaba por un camino de tierra entre sauces. No era lejos, pero se sentía como otro mundo. El silencio era casi total, salvo por el canto de algún pájaro perdido y el rumor suave del agua corriendo.
Ella llegó primero.
Abrió las ventanas, dejó entrar el aire tibio de la tarde.
Se sentó en el borde de la cama, descalza, con la mirada puesta en los reflejos que el río dejaba bailar en el techo.
Cuando él llegó, no se dijeron gran cosa.
Se abrazaron, apenas se vieron, como si se hubieran estado esperando hace días. Y en realidad sí. Se estaban esperando desde hacía mucho.
El abrazo duró más de lo habitual. Ninguno tenía apuro.
Las palabras sobraban.
Él la besó en la sien, luego en la boca.
Y así, sin urgencia, fueron desnudándose del todo: de la ropa, del peso, de la velocidad de los días. Se acostaron juntos en la cama de sábanas limpias, envueltos en la luz tenue que entraba por las cortinas.
No buscaron nada grandioso. Sólo querían sentir el cuerpo del otro.
Ella apoyó la cabeza en su pecho y él le acariciaba la espalda, una y otra vez, como si pudiera borrar con los dedos todo lo que dolía.
Se besaron despacio. Se acariciaron con paciencia. Se encontraron con ternura y deseo.
Hicieron el amor sin decir una palabra.
Con los ojos bien abiertos.
Con la respiración mezclada.
Con esa intensidad suave de quienes no se buscan por fuego, sino por abrigo.
Después se quedaron así, abrazados.
Mirando el techo, oyendo el río.
Sintiendo que el mundo, por fin, se había callado.
Cuando llegó la hora de volver, ninguno dijo nada.
Se vistieron despacio.
Se prometieron repetirlo, aunque sabían que a veces no se puede.
Pero se fueron distintos, más livianos, más cerca.
Porque a veces, un rato a solas es más fuerte que cualquier promesa.

La lluvia golpeaba el techo como un tambor antiguo
y el arroyo Espera, crecido,
corría salvaje, oscuro,
desbordando su cauce
igual que nuestras ganas.
Se fue la luz.
Una vela que vibraba su llama en la mesa
dibujó tu silueta recostada,
la piel apenas cubierta por esa manta vieja
que no pudo esconder el deseo.
Nos miramos como si fuera la primera vez.
Como si la tormenta nos hubiera desnudado también por dentro.
Tus dedos jugaron con el fuego del vino,
y mi boca encontró el calor en tu cuello,
en ese hueco donde el alma se arropa.
Nos fuimos acercando sin palabras.
El murmullo del agua, el latido del río,
todo era música.
Te desnudé sin apuro,
como se despeja un paisaje al amanecer.
La manta cayó como un suspiro,
una rendición.
Tu cuerpo brillaba en la luz dorada
como si la vela hubiera nacido para adorarte.
Y el mío te buscaba como un náufrago al borde de su isla.
Nos hicimos el amor con la urgencia de los que no saben
cuándo será la última vez,
pero con la ternura de quienes ya no necesitan decirlo.
Fuimos ríos cruzándose, corrientes encontradas,
agua sobre agua, piel sobre piel.
Y mientras afuera el mundo se desbordaba,
adentro todo se detenía.
Solo nosotros.
Tu aliento en mi boca.
Mis manos en tu espalda.
Y la vela, agotada, ardiendo hasta el final.
Cuando amaneció, no sabíamos qué día era.
Ni importaba, el arroyo bajaba lento,
y vos dormías sobre mi pecho
como si el silencio hubiera sido siempre nuestro hogar.
El sol caía oblicuo
sobre tus hombros descubiertos,
y el arroyo Boraso brillaba
como si supiera que esa mañana
íbamos a confesarnos algo más que amor.
Cebabas el mate lento,
como si cada movimiento
fuera parte de un rito.
Te miraba los labios,
el modo en que los rozabas con la bombilla,
el suspiro corto que dejabas al tragar.
Y me hervía algo adentro,
más que el agua.
El calor de marzo se metía entre la ropa,
y también entre los gestos.
Tu pierna rozó la mía,
como al descuido, pero no lo fue.
Nos reímos bajito, nos callamos más.
Y ahí, entre una cebada y otra,
me miraste fijo, como si el río no existiera
y dijiste te deseo… desde hace días.
La yerba se enfrió.
Yo no, tomé tu mano,
la acerqué a mi pecho,
y respondí con la boca
rozando tu oído, _Yo también.
Tus labios buscaron los míos,
ansiosos, salados,
con sabor a río, a fruto, a ganas.
Nos besamos sin culpa,
con el sol como testigo
y el agua quieta como un espejo.
La orilla fue colchón,
la sombra, abrigo,
y vos, fuego.
El río empezó a subir esa misma tarde.
Dicen que fue por la crecida.
Yo sé que fue por nosotros.

viernes, 18 de abril de 2025

Sobre el muelle viejo,
donde la madera guarda
el eco de tantos veranos,
nos encontramos sin palabras,
con el sol en la espalda
y el deseo latiendo en los dedos.
El río San Antonio corría lento,
como si supiera lo que venía,
como si nos diera tiempo
para desnudarnos sin apuro,
con la delicadeza de quien
ha esperado toda una vida.
Tus ojos tenían ese brillo
que sólo da el calor
y el hambre por otro cuerpo.
Me llamaste sin voz,
apenas con un roce,
y yo acudí
como la marea al llamado de la luna.
Te desvestí ahí mismo,
sobre la madera tibia,
y tus pezones fueron mi primer altar.
Los besé uno a uno,
mientras tus piernas se abrían
como alas rendidas al cielo.
El río aplaudía con sus olas suaves,
y los juncos se mecían como si bailaran
nuestro ritmo lento,
nuestro juego salvaje.
Te tomé entre mis brazos
y nos unimos al borde del muelle,
tu espalda contra el mundo,
tus gemidos contra mi boca,
tus caderas marcando el compás
de una danza que no se olvida.
Eras toda agua,toda fuego,
toda río desbordando.
Y cuando tu cuerpo tembló,
cuando tu alma se quebró en un gemido bajo,
el San Antonio pareció detenerse,
sólo por un instante,
para darnos su bendición de verano.
Después, quedamos ahí, enredados,
con la piel pegajosa y el alma liviana,
mirando cómo el río seguía su camino
como si no hubiera pasado nada…
aunque entre nosotros,
había pasado todo.

 La luna flotaba baja,
como si quisiera mirar de cerca.
El calor no se iba,
ni con el viento que a veces soplaba
desde el Paraná,
ese que sabe guardar secretos.
Ella y yo, nada más.
Ni faroles, ni caminos,

ni testigos.
Sólo la noche, el Paraná,
y ese deseo antiguo
que empezaba a crecer
en el roce de una risa
y una mano que no se apartaba.
Descalzos en la arena,
nos metimos bajo un árbol,
donde las sombras jugaban a esconder
todo lo que estábamos por mostrar.
La besé despacio,
como se besa lo sagrado,
pero en el centro del cuerpo
ya ardíamos sin tregua.
Sus piernas se abrieron
con la suavidad de quien confía
y con la urgencia de quien busca.
Y yo, sin apuro,
recorrí con la lengua
cada rincón de su verano.
El sudor nos cubría como una segunda piel,
el calor del aire
era un abrazo más.
Y el ritmo que marcábamos juntos
era el mismo del agua
rompiendo mansa en la orilla.
Gimió mi nombre
como si la noche la hubiera poseído,
y se arqueó hacia el cielo
con los ojos cerrados
y la boca entreabierta,
como si el placer también se respirara.
Hicimos el amor una vez,
y otra,hasta que el cielo empezó a aclarar
muy de a poco,
y los primeros pájaros
nos trajeron el final del mundo
que habíamos creado.
La abracé fuerte, pegada a mí,
con su espalda mojada
y su olor a río, a sexo, a luna.
Y supe, sin decirlo, que en esa noche
habíamos vivido más
que en cien días de sol.

El silencio era denso,
como si el mundo entero respirara despacio
y solamente el murmullo del río
nos decía que aún estábamos vivos.
Las hojas secas crujían bajo nuestros pies,
pero no importaba el frío,
ni el viento que pasaba
susurrando cosas viejas
entre las ramas.
Estabas ahí,
con un poncho ligero sobre los hombros
y esa mirada tibia
que ya sabía lo que iba a pasar.
Nos metimos en la cabaña
como dos animales que huyen del invierno,
pero en realidad
íbamos directo al fuego.
Te acerqué al hogar,
el fuego apenas crepitaba,
pero vos ya ardías.
Tus pechos de miel
pedían caricias sin palabras,
y mis manos, obedientes,
hicieron camino
por el cuello, la espalda,
la curva suave de tu deseo.
Te sentaste sobre mí
con la calma de quien manda,
pero con los ojos
llenos de súplica.
Desnuda sobre mi pecho,
tus caderas marcaban un ritmo
antiguo y exacto,
y el crujir de la madera
se mezclaba con los jadeos
como si la casa también respirará con nosotros.
La madrugada caía honda,
el otoño se colaba entre las hendijas,
pero no había frío,
sólo cuerpos enlazados,
vapor en las ventanas,
y un gemido largo
que rompía el silencio
como una hoja cayendo al agua.
Después,
nos cubrimos con una manta
y nos dormimos así,
pegados,
con olor a piel y leña quemada,
mientras afuera
las hojas seguían cayendo,
y el río, eterno,
nos bendecía otra vez,
allá en el Carapachay.

Entre Vos y Yo. +

El brillo de tus ojos, el color de tu cabello y la sensualidad que despliegas en cada palabra de enojo, solo está en vos, en las canas que e...