viernes, 3 de octubre de 2025

 Donde hoy se levantan edificios modernos, balcones con macetas y el trajín cotidiano de vecinos que entran y salen de un complejo habitacional, alguna vez existió un mundo hecho de humo, cacao y café. Fue en 1929 cuando Nestlé abrió en Saavedra su primera fábrica de chocolates en Argentina, apenas un año antes de establecerse formalmente en el país, el 5 de mayo de 1930.No era una fábrica cualquiera. Para quienes vivieron el barrio en aquellas décadas, la planta fue más que un edificio: fue un punto de referencia, un lugar donde el aire mismo parecía contar historias. El apellido de Henri Nestlé, aquel farmacéutico suizo que en el siglo XIX había creado la primera harina lacteada para salvar vidas infantiles, significa en alemán “nido”. Y, curiosamente, en Saavedra, esa palabra cobró vida: la fábrica se volvió un verdadero nido de aromas, de trabajo, de comunidad.Durante más de medio siglo, la planta dio empleo a cientos de vecinos y fue testigo de la fabricación de productos que marcaron a generaciones: el chocolate Milkybar, el Suflair, las monedas de chocolate que los chicos atesoraban como si fueran de oro, los caramelos que endulzaban la infancia, el café Dolca que se servía en cada sobremesa, la leche en polvo Nido y hasta los caldos que llegaban a tantas mesas humildes.Pero lo que más se recuerda no son los nombres de los productos, sino la vida que emanaba de la fábrica. El barrio entero olía. Sí, olía. A veces a chocolate tibio que parecía escaparse de las paredes, como una invitación secreta; otras veces a café recién tostado, tan intenso que llenaba las calles de un humo denso, pegajoso, casi imposible de ignorar.Cuando se prensaban los granos de café, ese humo oscuro salía disparado por las chimeneas y caía como un manto sobre las casas bajas del barrio. Las madres corrían desesperadas a descolgar la ropa tendida en los patios, porque bastaba un minuto para que las sábanas blancas se tiñeran de manchas negras de hollín. Había fastidio, claro, pero también una sonrisa resignada: todos sabían que ese mismo humo era parte del pulso de Saavedra, un sello de identidad. El barrio olía, sí, y ese olor se convirtió en memoria.Con el paso del tiempo, la fábrica se volvió paisaje, rutina, los obreros entraban y salían en turnos, los chicos jugaban en las veredas sabiendo que adentro se producían dulces que quizás algún día probarían, y el aroma se confundía con la vida misma.Pero todo nido, tarde o temprano, se vacía. En 1981, Nestlé cerró las puertas de la planta de Saavedra.El barrio se quedó en silencio, como si un gran corazón hubiera dejado de latir, donde antes había ruido de máquinas, olor a cacao y humo de café, quedaron paredes vacías, listas para transformarse. Años después, en ese mismo terreno, se levantó el complejo de viviendas Tronador, símbolo de una nueva etapa urbana, pero también de la memoria que no se borra.Hoy, entre las torres y los patios internos, queda en pie una sola chimenea, alta, solitaria, como un centinela del tiempo. Esa chimenea es mucho más que un vestigio arquitectónico: es un testigo de la historia barrial, un recordatorio de que allí, donde hoy viven familias que quizás desconocen la vieja historia, alguna vez se cocinó la identidad de Saavedra a fuerza de humo, cacao y café.
Y así, como el apellido Nestlé evocaba un nido, Saavedra guarda todavía ese recuerdo en lo más íntimo de su memoria colectiva. Porque los barrios también huelen, sienten y recuerdan. Y el de Saavedra, durante más de cincuenta años, fue el barrio donde la vida tenía gusto a chocolate y aroma de café.

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