Llueve, y el Delta se convierte en un mundo mágico, diferente, sin igual.
El interior de la casa se encoge para abrigarnos;
los leños en la cocina crujen lentamente,
y la pava siempre lista para el mate acompaña
a la humeante cafetera.
Desde la cama vemos el río,
ese río que durante toda la mañana fue,
Entre mates y besos, las horas se deslizaron suaves,
y nuestras caricias se hicieron más profundas,
más intensas, más necesarias.
Solamente te levantaste un instante
para abrirle la puerta a ella,
que quiso salir al mundo de lluvia,
y en ese breve momento tu cuerpo se enfrió.
Pero apenas volviste, nos encontramos otra vez,
y el calor encendido de nuestro abrazo
destapó la cama para llevarnos
a un largo paraíso compartido.
El sonido de la lluvia sobre el techo de chapa
se confundía con nuestros latidos,
marcando el ritmo secreto del domingo:
tu piel buscándome,
mi deseo fundiéndose en el tuyo,
una vez más, juntos,
uno dentro del otro,
mientras afuera el río y la tormenta
eran testigos silenciosos del amor.
Y así seguimos,
perdidos y hallados a la vez,
en el mágico Delta,
donde la lluvia, el río y nuestros cuerpos
se hicieron uno solo.

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