jueves, 28 de agosto de 2025

 El paseo por el Delta fue una caricia para los sentidos, el río Carapachay se abría ante nosotros, sinuoso y tranquilo, mientras el Paraná nos abrazaba con su inmensidad, el murmullo del agua se mezclaba con el canto de los pájaros y el rumor del viento entre los sauces, como si la naturaleza toda acompañara nuestro viaje secreto.
Te miraba, y la luz del sol se reflejaba en tu rostro, tus ojos brillaban con una intensidad que desarmaba cualquier palabra, y tu sonrisa tenía la magia de despejar el día entero, como si el mundo se resumiera en ese instante compartido. 
Nos acercamos, primero en un roce leve, casi tímido, hasta que nuestros brazos se encontraron y ya no hubo distancia, tu piel contra la mía fue encendiendo poco a poco un fuego silencioso, que viajaba con nosotros en cada curva del río.
Ambos sabíamos lo que aguardaba al final del recorrido. El deseo estaba escrito en nuestras miradas, en la manera en que tus dedos se entrelazaban con los míos, en cómo el silencio se volvía cómplice de un lenguaje más profundo que las palabras.
La cabaña nos esperaba, escondida entre los árboles, como un refugio íntimo preparado para nuestra entrega. Al entrar, el murmullo del agua quedó atrás, y en su lugar reinó el latido acelerado de nuestros cuerpos. Tus labios encontraron los míos en un beso primero suave, después urgente, mientras mis manos descubrían el contorno de tu piel. Cada caricia era una promesa, cada suspiro, una confesión callada.
Nos dejamos llevar por la corriente de un deseo que ya no podía contenerse, la ropa cayó como hojas al viento, y allí, bajo la luz que aún filtraba el atardecer, nos entregamos a un juego de besos, roces y caricias que encendían cada rincón de nuestro ser, tu respiración se confundía con la mía, y nuestros cuerpos se agitaban en un vaivén tan intenso como el mismo río que habíamos surcado.
La noche se hizo cómplice, las estrellas brillaban y, adentro, el resplandor de nuestra pasión iluminaba la penumbra. 
Nos amamos sin barreras, explorando cada rincón de nuestra piel, enredados en un abrazo que parecía eterno, entre gemidos y suspiros, el tiempo se detuvo, y solo existíamos vos y yo, unidos en un solo cuerpo, en un mismo latido.
Cuando los primeros rayos del sol atravesaron la ventana, aún permanecíamos fundidos, exhaustos y plenos, como si el amanecer nos encontrara en un único y último suspiro. El Delta quedaba atrás como testigo mudo de una noche de amor ardiente, libre, infinita.

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