La mañana de domingo nos sorprendió con lluvia,
el Paraná se abrió como un espejo gris
donde el cielo se deshacía en gotas.
Tu mano buscó la mía,
y en ese gesto supe que el viaje sería más que un cruce,
sería un rito secreto entre vos y yo.
La pequeña embarcación se mecía suave,
el agua golpeaba como un tambor lento,
y cada gota que resbalaba por tu piel
me encendía más que el mismo sol ausente.
Te miraba, tu pelo húmedo pegado a la frente,
tus labios entreabiertos recibiendo la lluvia,
y mi deseo se mezclaba con la bruma del río.
Te acerqué, como si temiera perderte en la corriente,
y tu cuerpo tibio contra el mío fue la hoguera necesaria.
Tus pezones se endurecieron bajo la tela mojada,
tu risa tembló al sentir mis dedos recorrer tu cintura,
que no venía del frío sino del ardor.
La lluvia nos cubría como un velo,
nadie más existía, solo nosotros dos,
dos viajeros entregados al delirio del instante.
Mis labios se perdieron en tu cuello,
saboreando la sal de tu traspiración y el agua,
tu gemido se confundió con el rumor del río.
Amor, deseo, sexo, todo se mezcló allí,
en la pequeña embarcación que parecía flotar
no sobre agua, sino sobre nuestra fiebre compartida.
Cada caricia era un viaje,
cada beso, una orilla alcanzada,
cada penetración un estallido
que multiplicaba la lluvia dentro de nosotros.
Cuando al fin la tormenta se fue apagando,
no sabíamos si era el cielo el que había llorado,
o si éramos nosotros los que habíamos desbordado
el cauce inmenso del Paraná.
Y mientras el domingo seguía su curso,
yo supe que ese viaje había sido eterno,
un río, una lluvia, tu cuerpo y el mío
fundidos en el amor más carnal y más sagrado.

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