Nunca regresaron a Las Palmas, pero el paraje vivía en ellos, en cada mirada, en cada risa compartida, como un recuerdo de la primera vez que el destino los unió.
lunes, 13 de enero de 2025
El sol se hundía con pereza tras el horizonte, bañando el paraje de Las Palmas en tonos dorados y anaranjados. Allí, al final de la ruta 25, donde la civilización parecía ceder ante la inmensidad de la naturaleza, el mundo se ralentizaba, y el tiempo, como una brisa tibia, envolvía todo con suavidad. Ella apareció como si formara parte de aquel paisaje, caminando entre los altos pastizales, con una delicadeza que hacía dudar si sus pasos realmente tocaban el suelo. Sus ojos capturaban los colores del atardecer y los multiplicaban en matices que parecían infinitos. Su cabello, libre y rebelde, danzaba al compás del viento, y su risa –una música que ninguna melodía podría igualar– se deslizaba sobre las aguas tranquilas del río cercano. Desde el momento en que sus miradas se cruzaron, algo en el aire cambió. Hablaron poco al principio, porque el lenguaje de las palabras era torpe comparado con lo que sus gestos y silencios decían. Él, un viajero que había llegado buscando soledad, halló en ella un hogar al que nunca había pertenecido.Ella lo condujo a un rincón escondido, donde las palmas se alzaban como columnas que sostenían el cielo. Bajo su sombra compartieron historias y risas, mientras el tiempo parecía doblarse para extender cada instante. Esa noche, a la orilla del río, ella le propuso lo impensable: partir juntos.¿Adónde?, preguntó él, aunque sabía que no importaba. Donde nos lleve el río, respondió ella, y su sonrisa contenía todas las promesas que el mundo podía ofrecer. Al amanecer, con el canto de los pájaros como despedida, subieron a un viejo bote de madera que parecía esperarles. Con el río como guía, dejaron atrás Las Palmas, llevándose en sus almas la esencia del paraje. El agua reflejaba sus rostros, iluminados por un nuevo amanecer. No sabían a dónde los llevaría la corriente, pero la incertidumbre era un alivio cuando estaban juntos. Ella cantaba canciones antiguas, y él remaba al ritmo de su voz. Ambos aprendieron a leer en los susurros del río y en las señales del cielo.Con el tiempo, el mundo cambió a su alrededor, pero su amor permaneció inmutable. Cada puerto que tocaban era un capítulo nuevo; cada río que navegaban, un hilo más en la trama de su historia.
Nunca regresaron a Las Palmas, pero el paraje vivía en ellos, en cada mirada, en cada risa compartida, como un recuerdo de la primera vez que el destino los unió.
Nunca regresaron a Las Palmas, pero el paraje vivía en ellos, en cada mirada, en cada risa compartida, como un recuerdo de la primera vez que el destino los unió.
Los domingos son mares sin viento,
silencios de arena en el reloj,
calma que asfixia entre tanto intento
de encontrarle sentido al sol.
El cielo se tiñe de una pereza amarga,
la brisa no arrastra promesas ni flor,
y el tiempo se cuelga como una carga,
ajeno a la prisa, ajeno al fervor.
Se cuelan las horas con pasos de plomo,
la luz desgastada dibuja un rincón;
el alma se enreda, sin rumbo, en el lomo
de un sueño que nunca tendrá conclusión.
Busco en la mesa algún eco de vida,
pero el mantel solo guarda el ayer.
La tarde se extiende, doliente y herida,
con un horizonte que no quiere ceder.
Domingo eterno, jornada baldía,
donde el aire pesa y el pecho se hundió.
Si acaso el reloj acelerará el día,
quizás su condena me deje en paz hoy.
silencios de arena en el reloj,
calma que asfixia entre tanto intento
de encontrarle sentido al sol.
El cielo se tiñe de una pereza amarga,
la brisa no arrastra promesas ni flor,
y el tiempo se cuelga como una carga,
ajeno a la prisa, ajeno al fervor.
Se cuelan las horas con pasos de plomo,
la luz desgastada dibuja un rincón;
el alma se enreda, sin rumbo, en el lomo
de un sueño que nunca tendrá conclusión.
Busco en la mesa algún eco de vida,
pero el mantel solo guarda el ayer.
La tarde se extiende, doliente y herida,
con un horizonte que no quiere ceder.
Domingo eterno, jornada baldía,
donde el aire pesa y el pecho se hundió.
Si acaso el reloj acelerará el día,
quizás su condena me deje en paz hoy.
El lunes empieza con la parsimonia de enero, como si hasta el calendario se negara a correr. Los colectivos retoman su ritmo habitual, aunque con un aire distinto, casi resignado. Enero tiene esa calma rara, como un bostezo largo entre días iguales. ¿Qué sé yo, viste?, pienso mientras espero en la parada.
Subo al colectivo que me deja cerca del trabajo. Apenas me acomodo en el asiento, siento el dolor punzante en el dedo del pie, recuerdo el golpe torpe de ayer por la mañana. Una esquina de la cama me ganó la batalla antes de salir. Ahora el dolor sube hasta las muelas y no puedo evitar dibujar con los dedos en el aire globos de historieta: caricaturas mudas que protestan por el calor pegajoso.
Las calles, un poco más vacías que de costumbre, respiran esa mezcla de letargo y transpiración que trae enero. El viento, ese aliado ocasional, parece haberse tomado vacaciones, dejando al sol su reino. El aire está denso, como si cada bocanada costara un poco más.
El colectivo avanza, y el vaivén monótono me arrulla, aunque no tanto como para olvidarme de que es lunes. Lunes otra vez, pienso, y no puedo evitar tararear en mi cabeza esa canción de Sui Generis que habla de semanas que empiezan y terminan en un suspiro.
La rutina es un engranaje bien aceitado. Las mismas caras en las mismas paradas. Las mismas conversaciones que parecen un eco de semanas anteriores. Aun así, hay algo en esta repetición que me reconforta. Es como caminar por un sendero conocido, aunque el paisaje no sea especialmente emocionante.
Unas horas más, unos días más, y quién sabe, quizás algo cambie. Por ahora, el sudor del sol nos empuja hacia adelante, como si cada paso, cada respiración, fuera un pequeño triunfo sobre este calor aplastante.
El colectivo dobla la esquina, ya estoy cerca. Y aunque el día recién empieza, ya puedo imaginarme en casa, con un ventilador girando como una promesa de alivio después de la ducha nocturna. Porque sí, enero es pesado, lento, y a veces insoportable. Pero, al final, Alla vamos ¡¡¡, como decía una famosa que se autoproclamaba inmortal: porque siempre, hay algo que nos espera al final del camino.
En la plaza que me vio crecer,
entre toboganes altos de madera
y hamacas que rozaban el cielo,
un busto de Alberdi guardaba el centro,
y la calesita giraba sin tregua,
como si el tiempo quisiera quedarse.
Los domingos eran una fiesta,
el paseo entre risas y pasos lentos,
con la promesa dulce de la panadería,
donde la cola interminable,
como un río de aromas y charlas,
anunciaba las facturas que cerraban el día.
Hoy vuelvo, pero no estoy solo.
Ella camina a mi lado,
su risa es la brisa que acaricia la tarde.
Nos sentamos en el mismo banco de antaño,
los mates calientan las manos
mientras el sol se despide del cielo.
La plaza nos envuelve en su abrazo,
los árboles murmuran secretos del viento,
y la noche, tímida, se une al encuentro.
Bajo el manto estrellado de un verano,
la poesía se escribe en silencio,
con cada mirada, con cada suspiro,
y el amor florece donde la infancia dejó su huella.
entre toboganes altos de madera
y hamacas que rozaban el cielo,
un busto de Alberdi guardaba el centro,
y la calesita giraba sin tregua,
como si el tiempo quisiera quedarse.
Los domingos eran una fiesta,
el paseo entre risas y pasos lentos,
con la promesa dulce de la panadería,
donde la cola interminable,
como un río de aromas y charlas,
anunciaba las facturas que cerraban el día.
Hoy vuelvo, pero no estoy solo.
Ella camina a mi lado,
su risa es la brisa que acaricia la tarde.
Nos sentamos en el mismo banco de antaño,
los mates calientan las manos
mientras el sol se despide del cielo.
La plaza nos envuelve en su abrazo,
los árboles murmuran secretos del viento,
y la noche, tímida, se une al encuentro.
Bajo el manto estrellado de un verano,
la poesía se escribe en silencio,
con cada mirada, con cada suspiro,
y el amor florece donde la infancia dejó su huella.
La luna llena, altiva y eterna,
asciende esta noche desde el río,
pero en su resplandor hay un dejo de envidia,
pues sabe que tus ojos iluminan más que ella.
Ese brillo, tan profundo como el cielo estrellado,
no solo acaricia la noche;
la domina, la transforma, la hace suya.
Tus ojos, faroles de un verde o un azul indescifrables,
como el agua que corre en el delta,
conducen miradas, despiertan sonrisas,
y esconden secretos que ni la luna puede alcanzar.
Con picardía dibujan días enteros,
y son el faro de los paseos a orillas del río,
donde el viento murmura historias de amor
y el agua refleja nuestras sombras, tan juntas.
La luna, esta noche, parece detenerse;
queda suspendida, embelesada por tu presencia.
Intenta igualar la fuerza de tu mirada,
pero se pierde en su propia distancia.
Mientras tanto, tú, aquí cerca,
con esa risa suave que embriaga
y esos ojos que movilizan todo a su paso,
conviertes al delta en un escenario eterno.
Cada ola que besa la orilla lleva tu nombre,
cada estrella que aparece lo hace por ti.
Y yo, perdido entre las luces de tus pupilas,
me encuentro y me pierdo a la vez.
El universo esta noche se rinde ante ti:
la luna, gigante y orgullosa, se inclina;
el río, eterno y paciente, te canta;
y yo, en esta poesía que nunca basta,
intento atrapar en palabras lo inalcanzable:
el color inigualable de tus ojos
y el amor infinito que despiertan en mí.
jueves, 9 de enero de 2025
luchadora incansable en mares de tormenta,
y aun así, en medio del correr de la vida,
guardas la ternura de un susurro al amanecer.
Tu inteligencia es luz que guía caminos,
y con cada palabra, construyes puentes
hacia un mundo que entiendes y transformas.
Eres capaz, poderosa,
con manos que levantan y sostienen,
con una voluntad que desafía los vientos
y un corazón que late al compás de la esperanza.
Hermosa, sí, pero más allá del reflejo,
tu belleza es la calma de una mirada sincera,
el misterio de un gesto que no se agota,
la gracia que encuentras hasta en lo sencillo.
Eres amada, profundamente, sin medida,
porque en ti habita el fuego de los sueños,
la suavidad de un abrazo en el momento justo
y la promesa de un mañana que siempre florece.
En vos se mezclan las mareas y los cielos,
la pasión ardiente y la dulzura calma.
Eres la llama que calienta mi pecho
y el agua que apacigua mi sed.
Tu risa es un canto que llena la casa,
tu piel, un lienzo que guarda historias,
y tu voz, la melodía que me acompaña
en cada uno de mis días y mis noches.
Eres un libro que nunca dejo de leer,
una aventura que no deseo terminar,
el motivo por el que mi mundo
tiene sentido y horizonte.
Tu sensualidad no está en el artificio,
sino en la manera en que existes, plena.
En cada mirada que entrega y reclama,
en cada gesto que promete universos.
Por todo esto y más, mujer amada,
luchadora de días y noches,
te celebro, te admiro y te deseo.
Sos vos, el eje de mi alma y mi verso.
Sos vos, la razón de este poema.
miércoles, 8 de enero de 2025
Evitarte es imposible,
tu sonrisa tiene el don de alegrar el día,
de convertir la rutina en un destello,
esas mágicas pinceladas de tiempo,
hacen que los minutos vuelen
y las horas se desvanecen.
A tu lado,
todo se transforma.
Cada instante lleva tu marca,
única como vos,
una huella que el corazón atesora.
La felicidad, incompleta sin tu presencia,
se complementa solo cuando estás.
Sentados al cordón de la vereda,
a orillas del río,
vemos caminar a la luna,
como si nos observara en su andar celoso.
Las estrellas, viajeras del cielo,
dibujan versos en su luz tenue,
y bajo ese manto,
nosotros caminamos,
creando juntos una poesía inédita.
Cada momento es un poema,
un susurro del universo
que nos elige para ser su voz.
A tu lado,
el mundo es un rincón perfecto,
y el amor,
un reflejo infinito de lo que somos.
La tarde se deshace en oro,
deslizándose suave entre los juncos,
el río susurra historias antiguas,
y el remo acaricia la piel del agua.
Aquí el tiempo pierde su prisa,
y el alma se hermana con la corriente.
El sauce inclina su verde melena,
secreto confidente del Paraná,
y un coro de aves dibuja melodías
que se pierden en el cielo azul.
El sol, cansado, desciende, despacio,
tiñendo de cobre las sombras del delta.
Cada reflejo es un verso fugaz
que el río canta y la tarde atesora.
Navegar es sentir la caricia
de un mundo que no sabe de muros,
es perderse para encontrarse,
como el agua que siempre regresa al mar.
En el delta, la tarde es poesía,
un instante eterno que nunca se olvida.
Había un tiempo en que no necesitábamos un celular para organizar una cita. No había fotos trucadas, ni mensajes que se leían y se respondían al instante. Éramos nosotros, reales, sin más filtros que la luz del sol sobre nuestras caras. Caminábamos por las calles con una tranquilidad que ahora parece lejana. El mundo era menos inmediato, pero también menos ansioso.
Salir de noche era una aventura simple. Íbamos a bailar, no hasta el amanecer, sino hasta esa hora donde el cansancio comenzaba a susurrar. Entrábamos a los clubes o los salones, y la música hacía el resto. Las miradas cruzadas, un tímido "¿bailamos?" y el primer paso sobre la pista eran suficientes para romper el hielo. No había necesidad de alcohol en exceso, y las drogas, aunque existían, no eran protagonistas. Eran sombras que sabíamos dónde se ocultaban y que muchos preferíamos evitar.
Conocerse era todo un ritual. Si la conversación fluía y las risas eran sinceras, al final de la noche había un momento casi solemne: el intercambio de números. No eran largos códigos internacionales ni identificadores digitales. Eran apenas siete u ocho dígitos, anotados con cuidado en un papel o memorizados con el compromiso de no olvidarlos al llegar a casa. Cada llamada, desde el teléfono fijo del hogar, llevaba consigo un nerviosismo casi infantil, porque del otro lado no había una pantalla fría, sino una voz cálida.
Todo era distinto, quizás más lento, quizás más auténtico. Algunos dirán que era peor, otros que era mejor. Yo, con una sonrisa melancólica, prefiero recordar esos días con cariño. Había algo especial en la conexión humana sin mediadores tecnológicos.
Pero no todo ha cambiado para mal. Aunque el presente está saturado de pantallas, redes sociales y la inmediatez que a veces abruma, aún es posible encontrar a personas únicas. De vez en cuando, entre tanto ruido digital, aparece alguien que logra cruzar la barrera, alguien que no se pierde en la superficialidad del mundo moderno. Esas personas son un recordatorio de que la autenticidad no se ha perdido por completo.
Sin embargo, entre todos esos momentos de conexión real, hubo uno que lo cambió todo. Fue cuando la encontré a ella. En su mirada había algo que desarmaba cualquier artificio, algo que hacía que el mundo se sintiera tan sencillo y verdadero como aquellos días que tanto extraño. No hizo falta más que una conversación, un gesto, un instante para darme cuenta de que, por sobre todo a mi alrededor pareciera digital y efímero, ella era diferente.
Con ella me sentí más real que nunca. No fue una llamada ni un mensaje lo que construyó ese puente entre nosotros, sino algo mucho más humano, más antiguo y esencial. Y desde ese momento, supe que no importa cuánto cambie el mundo, siempre habrá algo en nosotros capaz de resistir la marea de lo artificial.
Ella fue, y sigue siendo, mi recuerdo más vivo de lo que significa ser real.
Salir de noche era una aventura simple. Íbamos a bailar, no hasta el amanecer, sino hasta esa hora donde el cansancio comenzaba a susurrar. Entrábamos a los clubes o los salones, y la música hacía el resto. Las miradas cruzadas, un tímido "¿bailamos?" y el primer paso sobre la pista eran suficientes para romper el hielo. No había necesidad de alcohol en exceso, y las drogas, aunque existían, no eran protagonistas. Eran sombras que sabíamos dónde se ocultaban y que muchos preferíamos evitar.
Conocerse era todo un ritual. Si la conversación fluía y las risas eran sinceras, al final de la noche había un momento casi solemne: el intercambio de números. No eran largos códigos internacionales ni identificadores digitales. Eran apenas siete u ocho dígitos, anotados con cuidado en un papel o memorizados con el compromiso de no olvidarlos al llegar a casa. Cada llamada, desde el teléfono fijo del hogar, llevaba consigo un nerviosismo casi infantil, porque del otro lado no había una pantalla fría, sino una voz cálida.
Todo era distinto, quizás más lento, quizás más auténtico. Algunos dirán que era peor, otros que era mejor. Yo, con una sonrisa melancólica, prefiero recordar esos días con cariño. Había algo especial en la conexión humana sin mediadores tecnológicos.
Pero no todo ha cambiado para mal. Aunque el presente está saturado de pantallas, redes sociales y la inmediatez que a veces abruma, aún es posible encontrar a personas únicas. De vez en cuando, entre tanto ruido digital, aparece alguien que logra cruzar la barrera, alguien que no se pierde en la superficialidad del mundo moderno. Esas personas son un recordatorio de que la autenticidad no se ha perdido por completo.
Sin embargo, entre todos esos momentos de conexión real, hubo uno que lo cambió todo. Fue cuando la encontré a ella. En su mirada había algo que desarmaba cualquier artificio, algo que hacía que el mundo se sintiera tan sencillo y verdadero como aquellos días que tanto extraño. No hizo falta más que una conversación, un gesto, un instante para darme cuenta de que, por sobre todo a mi alrededor pareciera digital y efímero, ella era diferente.
Con ella me sentí más real que nunca. No fue una llamada ni un mensaje lo que construyó ese puente entre nosotros, sino algo mucho más humano, más antiguo y esencial. Y desde ese momento, supe que no importa cuánto cambie el mundo, siempre habrá algo en nosotros capaz de resistir la marea de lo artificial.
Ella fue, y sigue siendo, mi recuerdo más vivo de lo que significa ser real.
El sol de enero golpea sin piedad, y su rostro lo refleja. Transpira la calurosa mañana mientras camina hacia el trabajo. La calle, menos ruidosa que en otros meses, parece un eco amortiguado del caos de siempre. Los días pasan en un viaje monótono, acompañada por la incertidumbre, los negociados y el desastre que dejaron los gobiernos anteriores.
Las resoluciones van y vienen, vacías, sin contenido. Intentan hacer lo que no saben, improvisando en un país que parece estar siempre al borde del abismo. Y en medio de todo, un examen para evaluar la capacitación. Ridículo desde su anuncio, terminó siendo una farsa más, un trámite inútil que se suma al cúmulo de decisiones absurdas.
En cada fin de mes, la misma pregunta flota en el aire: ¿qué pasará? Familias enteras, que dependen de un sueldo mensual para sobrevivir, viven pendientes de las decisiones de un inútil de turno. Mientras tanto, los que realmente conocen el trabajo, los que durante años se capacitaron y construyeron carreras con esfuerzo, esperan sentados en una silla que nunca se mueve.
El poder, como siempre, elige a los amigos. No importa el mérito, no importa la experiencia. Los que saben, los que podrían marcar un rumbo diferente, quedan relegados a la sombra, mientras el tiempo corre y las tareas importantes quedan paralizadas.
Argentina, tierra del lo arreglamos con alambre. Aquí, las decisiones vitales se postergan, las promesas quedan en el aire y la incertidumbre reina. Y mientras tanto, aquellos que conocen el cómo y el cuándo, aquellos que podrían hacer la diferencia, se van. Emigran detrás de las fronteras, buscando un lugar donde sus talentos sean valorados.
Y aquí, en esta tierra que alguna vez fue prometedora, seguimos viviendo la odisea de los giles. Veinte años de saqueo han pasado sin que nadie diga una palabra, porque hay quienes no pueden ser criticados. Intocables, blindados por un sistema que los protege y perpetúa.
Vivimos en un país jardín de infantes, donde el viva la pepa es el pan de cada día. Un lugar donde el esfuerzo parece no valer nada, donde los que podrían construir algo mejor son ignorados o empujados al exilio, y donde los mediocres, los oportunistas y los improvisados manejan el timón de un barco que hace aguas por todas partes.
Y aun así, seguimos caminando, bajo el sol implacable, con la esperanza de que algún día el rumbo cambie. Aunque el alambre que sostiene este país parece cada vez más delgado, algunos aún sueñan con un futuro donde el trabajo, el mérito y la justicia sean la base de todo.
martes, 7 de enero de 2025
El amanecer siempre encuentra a María antes que a muchos. Con el primer rayo de sol, ella ya está de pie, dejando que el aroma del café recién hecho la despierte del todo. La rutina es su aliada y su desafío, un baile que domina con gracia y precisión.
Primero, pone a lavar la ropa, cuidando que cada prenda quede impecable. Luego, la cocina se llena de vida: olores, sabores, un ritmo que solo ella comprende. Ordena cada rincón de su casa con una dedicación casi ceremonial. Pero siempre, siempre falta algo. Corre al supermercado, como quien persigue el último detalle para completar un cuadro perfecto.
El balcón es su pequeño refugio de tareas: despeja el espacio de su mascota, acariciada por un sol que parece querer abrazarla. Después, viaja hacia su trabajo. María no solo trabaja, ella entrega. Su día transcurre en medio de los más necesitados, ofreciéndoles no solo ayuda, sino también esperanza, una oportunidad.
Cuando el sol se despide y el cansancio pesa, María regresa a su hogar. Sus pasos son más lentos, pero su espíritu sigue encendido. Prepara la cena con la misma devoción con la que inicia su día. Tras una ducha reparadora, se desliza entre las sábanas, dejando que el cuerpo se rinda al descanso.
Pero antes, siempre hay tiempo para él. En esos minutos robados al sueño, le da un beso suave y susurra palabras que solo ellos comprenden. No siempre lo encuentra personalmente, pero cuando lo hace, juntos construyen un mundo único. Un refugio donde el amor rompe la rutina, donde las horas se alargan y el cansancio desaparece.
Así es María, única e irreemplazable. Su vida, aunque llena de deberes, se ilumina con esos momentos de amor y complicidad. Y aunque el día siguiente traiga nuevamente la rutina, ella lo enfrentará con la misma fuerza y ternura, porque sabe que, en su esencia, la vida es un acto de amor constante.
Primero, pone a lavar la ropa, cuidando que cada prenda quede impecable. Luego, la cocina se llena de vida: olores, sabores, un ritmo que solo ella comprende. Ordena cada rincón de su casa con una dedicación casi ceremonial. Pero siempre, siempre falta algo. Corre al supermercado, como quien persigue el último detalle para completar un cuadro perfecto.
El balcón es su pequeño refugio de tareas: despeja el espacio de su mascota, acariciada por un sol que parece querer abrazarla. Después, viaja hacia su trabajo. María no solo trabaja, ella entrega. Su día transcurre en medio de los más necesitados, ofreciéndoles no solo ayuda, sino también esperanza, una oportunidad.
Cuando el sol se despide y el cansancio pesa, María regresa a su hogar. Sus pasos son más lentos, pero su espíritu sigue encendido. Prepara la cena con la misma devoción con la que inicia su día. Tras una ducha reparadora, se desliza entre las sábanas, dejando que el cuerpo se rinda al descanso.
Pero antes, siempre hay tiempo para él. En esos minutos robados al sueño, le da un beso suave y susurra palabras que solo ellos comprenden. No siempre lo encuentra personalmente, pero cuando lo hace, juntos construyen un mundo único. Un refugio donde el amor rompe la rutina, donde las horas se alargan y el cansancio desaparece.
Así es María, única e irreemplazable. Su vida, aunque llena de deberes, se ilumina con esos momentos de amor y complicidad. Y aunque el día siguiente traiga nuevamente la rutina, ella lo enfrentará con la misma fuerza y ternura, porque sabe que, en su esencia, la vida es un acto de amor constante.
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