viernes, 29 de noviembre de 2024

Viernes de Tormenta.

 La tormenta de primavera llegó sin avisar,
con truenos que desgarraron el cielo
y relámpagos que encendieron la noche.
En esos minutos de caos,
la ciudad se detuvo,
inquieta bajo el peso de la lluvia,
sujeta al capricho del clima.
Diez minutos, quizás menos,
y el ruido se apagó.
La luna, impaciente,
asomó su rostro entre las nubes rotas,
esparciendo luz sobre el asfalto mojado.
Las estrellas siguieron su ejemplo,
adornando el cielo como un consuelo tardío,
y una brisa suave, enamorada de Buenos Aires,
vino a poner cada cosa en su lugar.
Pero en su corazón,
la calma no llegaba.
Era la distancia,
ese abismo invisible que la separaba de ella,
el peso de no verla,
de no poder abrazarla,
de no escuchar su voz
que siempre parecía saber
cómo ordenar su mundo en un susurro.
Ella era como esa luna inquieta,
rompiendo las nubes de su vida
con su sola presencia.
Era la tormenta y la calma,
el trueno que lo sacudía
y la brisa que lo devolvía a la paz.
La noche avanzó,
y mientras el cielo se aclaraba,
él pensó en sus ojos,
en cómo brillaban más que cualquier estrella,
en su risa, que apagaba cualquier trueno,
en sus caricias,
que podían cambiar cualquier clima interior.
Allí, bajo el cielo limpio,
en medio de una Buenos Aires renovada,
él cerró los ojos y la imaginó,
tan cerca y tan lejos,
tan suya y tan libre.
Y entendió que, como la primavera,
ella siempre regresaría,
trayendo consigo la tormenta,
la calma, y todo lo que hacía latir su alma.


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