Me acosté a tu lado,
apoyando la cabeza en tu vientre,
y en ese instante
el mundo dejó de girar.
Tus manos, suaves, lentas,
dibujaron caminos en mi piel,
despertó en mi cuerpo,
en cada caricia, en cada roce.
El silencio nos envolvía,
pero hablaban nuestras respiraciones,
el compás de tu corazón
y el brillo de tus ojos,
que me miraban
como si buscaran un reflejo,
y yo, perdido en vos,
no podía dejar de mirarte.
Las pupilas comenzaron a llenarse,
lágrimas pequeñas, tímidas,
que anunciaban un sentimiento
más grande que nosotros.
Intenté con mi palma
secar tu mejilla,
y vos, con la tuya,
hiciste lo mismo.
Fue entonces cuando nuestras manos
se encontraron,
se cruzaron en el aire,
y sin decir nada,
se aferraron con fuerza,
como si temieran soltar
lo que acababan de descubrir.
En el silencio de la noche,
donde solo la luna nos espiaba,
lo comprendimos todo.
No había palabras,
no hacían falta.
Era amor,
puro, sencillo, inmenso.
Y así, entre suspiros y miradas,
las lágrimas se mezclaron,
y nuestras manos,
firmes sellaron un pacto silencioso,
un amor que no necesitaba hablar
para gritar que era eterno.
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