El sol se había escondido cuando llegaron a Punta Indio. La cabaña, acogedora y escondida entre árboles, los esperaba a metros del río. Desde la ventana se escuchaba el suave murmullo del agua, y al abrir la puerta, un aroma a madera los envolvió. Dejaron las maletas a un lado y, casi de inmediato, sus miradas se encontraron, llenas de promesas.
La primera noche fue un festín sencillo pero delicioso. Quesos regionales, fiambres, pan crujiente y una ensalada fresca ocuparon la mesa.
El río les cantaba de fondo mientras cenaban, y cada mirada era una caricia invisible. No necesitaban palabras; bastaba con los pequeños gestos: el roce de sus manos al pasar la bebida, el brillo en sus ojos al compartir una risa. Afuera, las estrellas comenzaban a asomarse tímidamente, pero para ellos, toda la luz del mundo estaba en sus miradas.
A la mañana siguiente, después del mate, el paseo por la costa fue un descubrimiento. El viento jugaba con su cabello mientras ella señalaba los pequeños detalles: una flor escondida entre las rocas, una bandada de pájaros que surcaba el cielo. Él la escuchaba atento, sintiendo que, con cada palabra, ella le revelaba un mundo nuevo.
El día los llevó a descubrir una feria regional. Compraron más panes caseros y un pescado fresco que prometieron cocinar juntos esa noche. "Este lugar tiene algo mágico", dijo ella mientras caminaban de regreso, y él, sin dudarlo, respondió: "Como vos".
La segunda noche fue más íntima. Mientras el pescado se asaba lentamente, se sentaron en la galería a escuchar el río. Ella apoyó la cabeza en su hombro y él jugó con su cabello. “¿Te diste cuenta de que no hay un solo ruido que moleste?”, susurró ella. Él asintió y agregó: “Solo el latido de tu corazón”.
La cena fue un banquete de sabores sencillos y perfectos. Él cortó los trozos de pescado con cuidado y los sirvió en los platos. Cada bocado era un regalo, cada sonrisa un puente que los acercaba más. Cuando terminaron, ella tomó su mano y lo llevó al jardín. Se tumbaron bajo el cielo estrellado, sin decir nada, dejando que el silencio hablara por ellos.
¿Cuándo volvemos?, preguntó ella, rompiendo la calma con una sonrisa pícara. “Tan pronto como se acaben los quesos que te llevas, respondió él, besándole suavemente la frente.
Punta Indio ya no era solo un destino; se había convertido en su refugio. Una promesa de volver quedó suspendida en el aire mientras el río, eterno y sereno, les susurraba que siempre habría un rincón para su amor allí, a orillas del río, muy cerca de sus casas, donde a solas se fueron descubriendo milimetro a milimetro entre las sabanas, el río, la luna y el sol.
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