del capullo de su rosa,
hago un suspiro a los pliegues
elevando su ruego como

aquel que la música no iguala,
aquel que quema más que el fuego
y derrite todo hielo.
Sigo el camino raso
que me traza con gemidos,
por la plácida liviandad
que antecede al estremecimiento.
Tanto va el tacto al cántaro
que al final se rompe
en ardoroso aguacero.
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