El sol asomaba tímidamente entre los cerros mendocinos cuando iniciamos el viaje. El auto, cargado con lo esencial y con el mate listo, se sentía ligero, como si supiera que nos aguardaban kilómetros de paisajes y sueños compartidos. Ella, mi compañera en esta aventura, se acomodó en el asiento del acompañante, con esa sonrisa que parecía contener la promesa de cada paisaje por descubrir.
El primer tramo de la Ruta 40 nos regaló un desfile de viñedos que parecían no tener fin. El aire tenía un aroma fresco, a tierra mojada y uvas maduras. Ella encendió la música, una que mezclaba folclore y canciones que habíamos hecho nuestras en tantos momentos juntos. Su risa llenaba el auto cada vez que yo intentaba, sin éxito, seguir la melodía.
En San Juan, hicimos nuestra primera parada. Compartimos un mate en la inmensidad del Valle de la Luna, rodeados de formas caprichosas talladas por el tiempo. Es como estar en otro planeta, dijo ella, y sus ojos brillaban más que el sol que comenzaba a despuntar alto.
La travesía continuó entre quebradas y montañas que parecían cambiar de color a cada hora. En La Rioja, el viento nos trajo el aroma de la albahaca, y en Catamarca, los paisajes verdes de los valles contrastaban con la quietud de los pequeños pueblos. Cada curva de la ruta era un descubrimiento: un río cristalino, un guanaco observándonos curioso, o un cielo tan amplio que parecía abrazarnos.
Ella no dejaba de señalar los detalles. Una nube con forma extraña, un cactus florecido, las texturas de las montañas. Es como si todo estuviera aquí para nosotros”, dijo mientras tomaba mi mano. Yo asentí, sabiendo que, en realidad, era ella quien hacía especial cada momento.
Al llegar a Tucumán, los Calchaquíes nos recibieron con su majestuosidad. Caminamos entre los cerros, y esa noche, bajo un cielo estrellado, le dije cuánto significaba para mí. Ella respondió con una mirada que no necesitó palabras, y en el silencio, todo tuvo sentido.
Jujuy nos recibió como un abrazo largo. En Purmamarca, el Cerro de los Siete Colores nos dejó sin aliento. Nos quedamos un rato en silencio, disfrutando del momento, y luego seguimos hacia Tilcara, donde compartimos una comida típica mientras el sol se escondía tras las montañas.
Al final del viaje, mientras regresábamos por la misma ruta, entendí que no solo habíamos recorrido kilómetros; habíamos tejido recuerdos. Su risa, el mate caliente en la madrugada, su cabello ondeando con el viento al bajar la ventanilla, las canciones desafinadas que cantamos juntos. Todo eso quedó grabado en mi memoria, como los paisajes que adornaban la ruta.
Ella, la elegida, la única, hizo de este viaje algo más que una travesía: lo convirtió en una historia de amor que jamás dejaré de contar.
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