El momento en que las estrellas cantaron en do menor,
mientras la luna, tímida, se sonrojaba en la fría noche de invierno,
fue único e inolvidable,
esperado con ansias y rechazado con temor,
donde el deseo luchaba con la incertidumbre,
pero al final, todo sucedió,
mejor de lo que habíamos imaginado.
Entre copas de café que compartieron nuestros suspiros,
lágrimas de cristal reflejando emociones no dichas,
y cigarrillos encendidos con la llama de nuestra pasión,
la noche se alargó, con su luz suave,
acariciaba tu rostro, como testigo de lo que habíamos vivido.
Por un instante, el reloj decidió detenerse,
las palabras se hicieron innecesarias,
y en el abrazo del sueño compartido,
donde el cielo, cómplice, se nubló a nuestro paso,
protegiéndonos bajo su manto,
como si el universo supiera que en ese momento
la ruleta de la vida nos había dado un respiro.
Cobijados en la intimidad de ese instante,
nuestros cuerpos encontraron la paz que tanto anhelaban,
y en la quietud del amanecer,
descubrimos que habíamos tejido un lazo
más allá de las palabras,
donde el amor se manifestó en cada gesto,
en cada mirada,
en cada latido que compartimos.
El tiempo se desvaneció,
dejándonos suspendidos en un sueño del que no queríamos despertar,
y mientras el sol se alzaba en el horizonte,
sabíamos que la noche, con su magia discreta,
nos había unido de una manera profunda y verdadera,
donde lo vivido no necesitaba ser explicado,
solo sentido,
como un secreto compartido entre el corazón y el alma.
Así, abrazados en el sueño de un nuevo día,
nos dejamos llevar por el ritmo pausado de la vida,
sabiendo que aquella noche había sido más que un encuentro,
había sido el comienzo de una historia
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