Con el andar de los kilómetros comenzó a perderse, para dar paso a una luna llena, casi naranja, y que parecía un cuento transitando aquella ruta. Entre mate y mate, la charla se hizo cada vez más amena.
Ella me prohibió llamarla "doctora", como lo hacía habitualmente en el trabajo, y comenzamos a tratarnos de vos y tú mezclado entre su nombre y el mío y, entre risas y anécdotas laborales, la noche y la ruta nos siguieron mostrando la belleza mendocina, kilómetro tras kilómetro.

Mientras me comentaba el color de los metales que se encontraban en las piedras a temperatura elevada y el agua que largaba un vapor casi sanador, según recuerdo, ella se comenzó a quitar la ropa. Una vez desnuda totalmente se acomodó en una pileta muy rústica, tipo bañera, por donde corría el agua a temperatura elevada. Yo, asombrado, quedé inmóvil por la acción, pero ante el pedido de "antes de quitarte la ropa ve al carro y trae los toallones del baúl y el mate", no tuve opción y, en minutos, estaba sentado frente a ella, disfrutando de la hermosa temperatura de aquella agua y de un rico mate en una situación jamás pensada pero inolvidable.
Y así, mientras la luna giraba, fui conociéndola a ella y su forma de ver la vida un poco más, de la que aprendí muchas cosas, dejando viejos tabúes arrumbados en medio del vapor del agua y la nevisca que comenzó a vestir la noche, ocultando la luna, antes del regreso al auto cuando ya comenzaba a despuntar el día, allá donde las montañas guardan secretos que solo la naturaleza comparte entre el viento, el tiempo y la experiencia de vivir.
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