Acaricié lentamente tu rostro
y, entre mis yemas,
comencé a sentir
el sudor del alma desolada
y quise comprender
tu angustiosa soledad.
En aquel pequeño cuarto,
vacío de amor y comprensión,
en el abrazo sentí
desvanecer la esperanza,
y, en tus lágrimas,
divisé el laberinto de tus días,
pero nada pude hacer.
Intenté cerrar mis manos
para el abrazo fuerte,
y . . .
al cerrar y abrir mis ojos,
ya habías partido.
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