Ya nada fue igual,
ni el desayuno ni la merienda,
ni el almuerzo o la cena,
nada, desde aquel día
en que partiste.
El vacío se profundiza día a día,
la casa no ríe,
la cama fría y desolada
grita tu nombre, y yo...
esclavo de las palabras
sin acento, busco tu voz,
entre puntos y comas mal puestos
mientras espero el regreso
por la rendijas de la ventana.
Junto con el sol o la luna,
los dos fueron
compinches nuestros,
y ni a ti ni a mí
nos han abandonado,
como lo hemos hecho nosotros
después de aquel café,
en aquella mesa,
que aún espera tu regreso,
en la que, a diario, te escribo...
sin nombrarte.
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